La edificación de una comunidad de santos
“En una verdadera comunidad de santos todos trabajamos para servirnos unos a otros de la mejor forma posible. Nuestra labor tiene un propósito más elevado, pues su fin es bendecir a los demás y edificar el reino de Dios”.
Todos hemos vivido momentos que, al recordarlos años después, adquieren un significado nuevo e importante. Cuando iba a la escuela secundaria, la dirección del colegio me honró al pedirme que fuera miembro de la patrulla de vigilancia de pasillos. Los días que se nos asignaba vigilancia, teníamos que llevar el almuerzo a la escuela y comer juntos. Se trataba de una actividad especial y siempre competíamos para ver qué madre había preparado el almuerzo más apetecible. A veces solíamos intercambiar partes del almuerzo entre nosotros.
Un día que se me asignó vigilancia de pasillos olvidé decirle a mi madre que necesitaba el almuerzo hasta que ya casi estaba a punto de irme a la escuela. El rostro de mi madre esbozó un gesto de preocupación ante mi pedido y me dijo que había gastado la Última pieza de pan y que no iba a preparar más hasta la tarde. Lo Único que tenía en casa para prepararme el almuerzo era un gran bollo de pan dulce que había sobrado de la cena. Mi madre preparaba unos deliciosos bollos dulces. Los ponía en una bandeja de hornear de forma que había uno grande dispuesto en diagonal y luego muchos pequeños a los lados de éste, que era el Único que quedaba. Tenía el tamaño de una barra de pan, pero no era tan grueso. Me daba vergüenza llevar un bollo de pan dulce para almorzar cuando imaginaba lo que tenían los demás miembros de la patrulla, pero decidí que era preferible llevar el bollo a quedarme sin almuerzo.
Cuando llegó la hora de comer, me fui a una esquina apartada para que no se percataran de mí, pero al comenzar el intercambio de comida, mis amigos querían saber qué tenía yo. Les expliqué lo sucedido por la mañana y para mi sorpresa todos querían ver el gran bollo de pan dulce. Pero mis amigos me sorprendieron; ¡en vez de burlarse de mí, todos querían un trozo de bollo! ¡Resultó que aquel fue el mejor día de intercambio de almuerzos de todo el año! Aquel bollo de pan dulce que imaginaba me haría pasar un momento vergonzoso, se convirtió en el éxito del almuerzo.
Al reflexionar en esa experiencia, se me ocurre que forma parte de la naturaleza humana el dar menos valor a las cosas familiares por el simple hecho de que son algo cotidiano. Una de estas cosas cotidianas es nuestra calidad de miembros de la Iglesia restaurada.
Los miembros poseen una “perla preciosa”, aunque a veces esta perla de gran precio nos es tan familiar que no apreciamos su verdadero valor. Aunque es cierto que no debemos echar nuestras perlas delante de los cerdos, eso no quiere decir que no debamos compartirlas con personas que sí comprenderían su valor. Uno de los grandes beneficios adicionales de la obra misional es el observar el gran valor que las personas dan al Evangelio cuando escuchan nuestras creencias. Resulta muy beneficioso ver los tesoros propios a través de los ojos de otra persona. Mi preocupación es que algunos de nosotros damos por sentado las bendiciones excepcionales y valiosas del ser miembros de la Iglesia del Señor, y que en este estado de infravaloración nos contentamos con ser miembros, cuando en realidad somos contribuyentes poco valiosos a la edificación de una comunidad de Santos.
Somos bendecidos con una herencia grande y noble que nos ofrece un sendero hacia la verdad que se aleja de forma espectacular de los modos del mundo. Precisamos recordar el valor de nuestro legado para no subestimar su valía. Reto a los muchos Santos que se esconden en las esquinas a que no se avergüencen y proclamen en alta voz las enseñanzas atesoradas de nuestro legado comÚn, no con un espíritu de ostentación y orgullo, sino con uno de confianza y convicción.
Algo de lo que me siento orgulloso es la forma en que nuestros antepasados, por medio de su fe en Dios, laboriosidad y perseverancia, convirtieron en hermosas ciudades unos parajes que nadie quería.
Cuando José Smith fue encarcelado en la cárcel de Liberty, sin expectativa de ser liberado, se expidió una orden de exterminio contra los santos, lo cual obligó a Brigham Young a organizar un comité que les permitiera mudarse de Misuri. Dicha migración, acaecida en febrero de 1839, ocasionó que muchos se quejaran de que el Señor había desamparado a Su pueblo. Algunos miembros de la Iglesia cuestionaron la prudencia de reunir nuevamente a todos los Santos en un solo lugar.
Cruzar el Misisipi y detenerse temporalmente en algunas de las pequeñas comunidades que había a lo largo de sus riberas fue un respiro necesario para que los miembros recibieran nuevas instrucciones de sus líderes. El profeta José Smith escribió desde la cárcel de Liberty, animando a los santos a que no se separaran, sino que permanecieran juntos y edificaran la Iglesia a partir de esos puntos de fortaleza.
En abril de ese mismo año se permitió que José y Hyrum, junto con sus compañeros de prisión, escaparan de la cárcel en Misuri. Llegaron a Quincy, Illinois, el 22 de abril de 1839, y el profeta se puso a trabajar de inmediato para encontrar un lugar de recogimiento para los santos. Halló un paraje a orillas del río Misisipi que parecía prometedor; dio a la ciudad el nombre Nauvoo, que quiere decir hermosa, pero que en aquel entonces era todo menos hermosa. Se trataba de una península pantanosa que no había sido desaguada, pero de cuyo fango emergió una ciudad a la que verdaderamente se podía denominar hermosa.
Los primeros hogares de Nauvoo eran cabañas, tiendas y unas pocas construcciones abandonadas. Los santos comenzaron a edificar cabañas de troncos, y cuando el tiempo y el capital lo permitían, se erigían construcciones más complejas; y posteriormente se terminó por levantar casas de ladrillo.
El profeta tenía en mente la construcción de una comunidad de santos, y contaba con tres objetivos principales: primero, económico; segundo, educativo y tercero, espiritual.
El deseo principal del profeta José era que los santos llegaran a ser autosuficientes económicamente. Nuestro Padre Celestial ha concedido a Sus hijos todo lo que ellos tienen -- talentos, destrezas, bienes materiales-- y les ha hecho mayordomos de dichas bendiciones.
Una parte preciosa de nuestro legado de autosuficiencia económica es el Programa de los Servicios de Bienestar de la Iglesia, el cual tiene dos ingredientes clave: el primero es el principio del amor, el segundo es el del trabajo. El principio del amor es la fuerza motriz que nos mueve a dar de nuestro tiempo, dinero y servicios a este maravilloso programa. Juan el Amado escribió:
“…amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios.
“El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.
“En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.
“Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:7–9; 11).
Y luego en 1 Juan, el tercer capítulo, escribió: “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17).
Es la comprensión del principio del amor lo que nos motiva a dar generosas ofrendas de ayuno, un maravilloso sistema revelado mediante el cual, el primer domingo del mes nos abstenemos voluntariamente de tomar dos comidas para dar el coste de las mismas a nuestro obispo, quien entonces dispone de recursos para ayudar a los necesitados. Se trata de un método sencillo y que eleva nuestro aprecio por los que carecen de recursos y proporciona los medios para satisfacer sus necesidades cotidianas.
Ruego que el Señor continÚe bendiciéndonos con el deseo de amarnos unos a otros y contribuir de forma generosa en el principio del ayuno.
El segundo principio básico es el trabajo. Trabajar es tan importante para el éxito del plan económico del Señor como el mandamiento de amar a nuestro prójimo.
En Doctrina y Convenios leemos:
“Ahora, yo, el Señor, no estoy bien complacido con los habitantes de Sión, porque hay ociosos entre ellos; y sus hijos también están creciendo en la iniquidad; tampoco buscan con empeño las riquezas de la eternidad, antes sus ojos están llenos de avaricia.
“Estas cosas no deben ser, y tienen que ser desechadas de entre ellos…” (D. y C. 68:31–32).
Tengo una inquietud especial por la referencia que el Señor hizo a nuestros hijos. Vemos en muchos padres la evidencia de que consienten demasiado a sus hijos sin proporcionarles la formación suficiente respecto a la valía del trabajo.
En cualquier comunidad de santos, todos trabajamos para servirnos unos a otros de la mejor forma posible. Nuestra labor tiene un propósito más elevado, pues su fin es bendecir a los demás y edificar el reino de Dios.
El segundo requisito en la comunidad de santos del profeta José Smith era la educación. Ya en 1840, cuando solicitó la incorporación de Nauvoo al estado, pidió también autoridad para establecer una universidad.
En la Enciclopedia del Mormonismo, en inglés, leemos: “Las ideas y prácticas educativas de la Iglesia proceden directamente de ciertas revelaciones recibidas por el profeta José Smith que recalcan la naturaleza eterna del conocimiento y el papel vital que juega el aprendizaje en el desarrollo espiritual, moral e intelectual de la humanidad” (Encyclopedia of Mormonism, “Education: Attitudes Toward Education”, Daniel H. Ludlow, pág. 441).
Hay unos versículos en las Escrituras modernas que hacen mención especial de la importancia del saber secular y espiritual. Algunos de ellos son, primeramente del Libro de Mormón: “Pero bueno es ser instruido, si hacen caso de los consejos de Dios” (2 Nefi 9:29).
Y de Doctrina y Convenios: “Cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con nosotros en la resurrección;
“y si en esta vida una persona adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y obediencia, hasta ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero” (D. y C. 130:18–19).
De Artículos de Fe: “Si hay algo virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos” (Artículos de Fe 1:13).
El deseo final del profeta era la edificación de una comunidad de santos espirituales, lo cual comienza con el hogar. La instrucción más importante que jamás recibirán nuestros hijos será aquella que como padres les proporcionemos en el hogar si les enseñamos diligentemente el sendero que nuestro Padre Celestial desea que sigan. Una instrucción que nos han dado nuestros líderes es la de celebrar regularmente la noche de hogar para poder reunirnos cada semana, aprender los principios del Evangelio y contribuir a la unidad familiar. Es ahí donde podemos aconsejarnos, leer las Escrituras, orar y jugar juntos. Nuestra meta principal es la de llegar a ser una familia eterna. La edificación de una comunidad de santos se hace familia por familia.
Para que la familia eterna fuera una realidad, se construyó un templo magnífico en Nauvoo, que actuaba como un faro para recordar a todas las personas que las bendiciones más importantes de la vida son de carácter espiritual. En el templo se efectÚan convenios sagrados y se administran las ordenanzas de salvación del Evangelio. El asistir al templo repetidas veces nos da la oportunidad de renovar esos convenios y efectuar dichas ordenanzas de forma vicaria por los que han fallecido sin ellas.
Ahora tenemos templos por toda la tierra que dan a muchas más personas la oportunidad de recibir las ordenanzas necesarias y prepararse para la vida eterna. Los que son dignos de entrar en el templo recibirán grandes bendiciones espirituales si continÚan sirviendo fielmente y observan sus convenios. El Señor bendice a Su pueblo cuando éste guarda Sus mandamientos y frecuenta Su casa. En el plan eterno de Dios, los templos son lugares de recogimiento para las comunidades de santos que trabajan en la edificación de Sión.
Nuestra comunidad de santos no es exclusiva, sino inclusiva, edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. Está abierta a todos los que aman, aprecian y tienen compasión por los hijos de nuestro Padre Celestial. El doble cimiento de nuestro bienestar económico consta de los principios de la caridad y el trabajo arduo. Es una comunidad progresista donde educamos a nuestros jóvenes en la cortesía y el civismo, así como en las profundas verdades del Evangelio restaurado. Nuestra comunidad tiene un centro espiritual que nos permite vivir con la compañía del Espíritu Santo que guía y dirige nuestra vida.
Ruego que Dios nos conceda el deseo de vivir más cerca de él para que podamos disfrutar de las bendiciones de la paz, la armonía, la seguridad y el amor por toda la humanidad, distintivos de una comunidad que es una con él. Él es nuestro Dios, y nosotros somos Sus hijos. Éste es mi testimonio a ustedes, en el nombre de Jesucristo. Amén.
Nota
La información histórica procede de Church History in the Fulness of Times, (Manual del Sistema Educativo de la Iglesia, 2a. Edición, 2000, págs. 193–223).