Un inesperado consejo matrimonial
Fernando cerró el libro muy despacio y nos miró. Una lágrima le caía por la mejilla. Sentada a su lado, aunque parecía muy distante, su esposa María miraba con una mezcla de horror e indignación. Finalmente, y después de limpiarse la lágrima, Fernando habló.
“Sí, élder, aceptaré el bautismo”, dijo calladamente pero con confianza.
Su esposa se puso de pie de repente, tirando la silla al levantarse. Tenía el rostro deformado por la ira y señalaba a su marido.
“¿Cómo puedes ser tan imbécil? ¿Cómo puedes abandonar a Jesús por las enseñanzas de estos gringos y de su profeta estadounidense? ¿Cómo puedes abandonar la Biblia por esas falsas Escrituras? Eres un tonto, un completo idiota. Que Dios se apiade de tu alma condenada”. Se dio vuelta y salió del cuarto.
Fernando suspiró. “Es una buena mujer”, dijo a modo de disculpa. “Con el tiempo lo entenderá, y tal vez lo acepte”.
Meses más tarde, tras su bautismo, Fernando entró en la capilla y se sentó en su lugar habitual de la última fila. Tenía el rostro preocupado. Yo lo observaba desde el estrado mientras cumplía con mis deberes como presidente de rama. En más de una ocasión me fijé en que me miraba con detenimiento.
Después de la reunión, mientras los hermanos abandonaban la sala para salir al húmedo brillo del sol de los Andes venezolanos, Fernando me preguntó si podía hablar conmigo. Él y su esposa habían vuelto a pelearse. Él había tratado de explicarle el gozo que había hallado en la creciente certeza de su fe, pero ella se había negado a escucharlo. Lo había amenazado con abandonarlo y llevarse a su hija consigo. Ante la amenaza, él también se enojó. Las palabras amargas dieron paso a las lágrimas, y cada uno se había recogido en partes separadas de su pequeño apartamento.
“¿Qué hago?”, me preguntó.
Me senté en la silla, temblando ante la responsabilidad que descansaba sobre mis hombros. Tenía yo 20 años y nunca había estado casado; ni siquiera mis intentos adolescentes por mantener una relación habían tenido éxito, lo que había dejado tanto lecciones como cicatrices. El matrimonio de mis propios padres había terminado después de 18 años. Yo carecía de formación sobre cómo dar consejos. ¿Qué podía darle yo a este hombre que trataba de salvar su matrimonio y su familia sin sacrificar su fe?
Abrí la boca para repetir algunas ideas generales que brindaran consuelo y esperanza, pero en vez de ello, una idea pareció desplazarlas, expresándose a sí misma. Esta vez mi español deficiente sonó claro y fluido.
“Amigo mío”, comencé, “la próxima vez que usted y su esposa vuelvan a hablar de su bautismo y usted empiece a sentir ira y frustración, deténgase. No diga nada por unos momentos; luego tome a su esposa entre sus brazos y abrácela fuertemente. Dígale que la ama, que la aprecia y que nada ocupará su lugar en la vida de usted”.
Me miró sin expresión alguna. Tal vez había esperado una disertación o algún gran principio que le permitiera salvar su matrimonio. Aguardó, tal vez esperando a que prosiguiera, pero yo no tenía nada más que decir.
“Sí, presidente”, dijo. Salió del despacho de manera solemne y sin decir nada.
Pasó otra semana y de nuevo Fernando fue a la capilla, pero esta vez transmitía cierta alegría. Tenía la cabeza erguida, los ojos brillantes y sonreía. Durante toda la reunión no dejó de moverse en su asiento como un niño pequeño. Al final pasó por mi despacho.
“¡Presidente, presidente!”, exclamó con voz tranquila pero emocionada. “No va a creer lo que ha sucedido. Hice lo que me dijo. Volvimos a hablar de mi religión y de mi bautismo; ella volvió a criticarme y a decirme que me habían engañado. Yo deseaba gritarle y decirle que estaba equivocada, pero recordé sus palabras. Me contuve, tomé aliento, la miré tratando de recordar todos los años de amor que habíamos compartido y el amor que aún sentía por ella. Debió de percibir algo en mi mirada, pues se tranquilizó. La tomé entre mis brazos y la abracé. Le susurré que la amaba y que la apreciaba y que nada ocuparía su lugar como mi esposa. Lloramos. Entonces nos sentamos juntos y conversamos durante muchas horas sobre todo lo que habíamos vivido, lo bueno y lo malo, y volví a abrazarla. Por primera vez en muchas semanas volvimos a sentir el amor. Gracias, presidente”.
El mes siguiente terminé mi misión y partí para hacer el viaje de regreso a los Estados Unidos. Estaba feliz por volver de nuevo a casa, pero triste por tener que irme. Fernando y yo nos escribimos. Él compartía sus esperanzas y decepciones. Su esposa no había llegado a creer como él, pero se había vuelto más tolerante, menos antagonista. Él dijo que era un primer paso y hablaba de ella con mucho amor. Con el tiempo perdimos el contacto, pero, aunque han pasado muchos años, la lección de Fernando todavía me sirve de inspiración. El amor (y no los conceptos, las enseñanzas ni los rituales) tiene el poder de ablandar el corazón.
Bart Benson es miembro del Barrio Grace 2, Estaca Grace, Idaho.