Le enseñé a mi profesor
Diana Summerhays Graham, Utah, EE. UU.
Un otoño, hace muchos años, me encontraba en los comienzos de mis estudios de postgrado en la Universidad de Columbia, en la Ciudad de Nueva York. En un gran salón lleno de estudiantes, nuestro profesor hablaba sobre las imitaciones modernas de textos antiguos. Al mencionar una lista de falsificaciones, cuál no sería mi sorpresa al oírlo incluir el Libro de Mormón en esa lista.
Inmediatamente sentí que no podía marcharme de la clase sin hacer algo al respecto. No podía decepcionar a mis antepasados, quienes lo habían sacrificado todo por su testimonio del Libro de Mormón.
Al terminar la clase, me acerqué al profesor, quien ocupaba la cátedra Charles Anthon en Columbia. Cien años antes, Martin Harris había ido a visitar al profesor Anthon en Columbia; llevaba consigo un papel con grabados copiados de las planchas de las cuales se tradujo el Libro de Mormón.
Recordé que mi padre había compartido conmigo una carta que su padre escribió acerca de Martin Harris. En ella, mi abuelo contaba que había visto a Martin poco antes de su muerte. Cuando el abuelo le preguntó en cuanto al Libro de Mormón, Martin se levantó de su cama y expresó un firme testimonio. Ciertamente vio a un ángel, escuchó su voz, y contempló las planchas de oro.
“Me llamo Diana, y soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, le dije temblorosamente a mi profesor. “Para mí, el Libro de Mormón es un libro de Escritura. Me gustaría saber qué motivos tiene para afirmar que es falso”.
Mientras caminábamos por el campus, el profesor, que había leído el Libro de Mormón, enumeró varias objeciones con respecto a su autenticidad. Las anoté rápidamente y cuando terminó, le pregunté: “¿Me permite escribir lo que averigüe de otras fuentes como respuesta a estas objeciones?”. Él asintió.
Regresé al dormitorio, cerré la puerta de mi habitación, me arrodillé en oración y me puse a llorar. Me sentía débil e incapaz. Afortunadamente, esa tarde había una actividad en la Iglesia. Después de una conversación edificante, pedí ayuda a los misioneros de tiempo completo, que estaban presentes. Compartieron conmigo varias fuentes de información que cubrían la mayoría de los puntos que trató mi profesor. Después me puse a investigar en la extensa biblioteca de Columbia. Preparé mi trabajo, en el cual respondí a las objeciones del profesor y le di mi testimonio de la veracidad del Libro de Mormón. Una vez terminado, se lo entregué.
Esperé su respuesta varias semanas, y finalmente le pregunté si lo había leído.
“Sí, y se lo di a mi esposa para que lo leyera. Ella me dijo: ‘Hagas lo que hagas, no destruyas la fe de esta estudiante’”. Entonces se dio vuelta y se marchó.
A medida que se acercaba la Navidad, tuve la fuerte impresión de que debía obsequiarle un ejemplar del Libro de Mormón. Obtuve un ejemplar, escribí mi testimonio en él y le agradecí que hubiese leído mi trabajo. Después envolví el libro con papel navideño y se lo entregué. Al poco tiempo recibí de su parte una nota escrita a mano, en la que expresaba gratitud por haber recibido un ejemplar de “este notable libro”.
Cuando leí sus palabras, se me llenaron los ojos de lágrimas. El Espíritu me susurró que este profesor jamás volvería a denigrar el Libro de Mormón. Me sentí agradecida por el Espíritu que había ablandado corazones y que me había ayudado a saber la manera de enseñarle a mi profesor. ◼