Mensaje de la Primera Presidencia
En el hogar para Navidad
Hay una canción que oí por primera vez cuando era niño, una canción sobre la Navidad y el hogar. Aquellos eran tiempos de guerra en los que muchas personas se hallaban lejos de su hogar y su familia, días negros para los que temían no volver a reunirse en esta vida con sus seres amados. Recuerdo lo que sentí poco antes de Navidad al pasar por una casa en camino a la escuela y ver en la ventana una pequeña bandera con una estrella dorada; allí vivía una niña a la que conocía de la escuela y cuyo hermano, no muchos años mayor que yo, había muerto en la guerra. Conocía también a los padres y, en parte, percibía lo que ellos sentían. En el regreso a casa después de las clases, me sentía agradecido por la expectativa de la alegre bienvenida que me esperaba en mi hogar.
Cuando encendía la radio en nuestra sala durante la época navideña, escuchaba palabras y música que todavía conservo en la memoria. Unos versos de aquella canción me tocaban el corazón por el anhelo que expresaban de estar con familia. En ese tiempo vivía con mis padres y hermanos en un hogar feliz, así que presentía que ese anhelo era algo más que el estar en una casa o con la vida familiar que disfrutaba entonces; se relacionaba con un lugar y una vida del futuro, aún mejores de lo que conocía o podía siquiera imaginar.
La parte de la canción que recuerdo más es: “Estaré en mi hogar para Navidad, aunque sólo sea en mis sueños”1. La casa en la que adornaba el árbol de Navidad con mi madre y mi padre en aquellos días felices de mi infancia todavía existe y no ha cambiado mucho. Hace unos años volví a ella y llamé a la puerta; los que me recibieron eran desconocidos para mí, pero me dejaron entrar en los cuartos donde había estado la radio y donde nuestra familia se reunía alrededor del árbol de Navidad.
Me di cuenta entonces de que el deseo de mi corazón no se relacionaba con el estar en una casa, sino que era el deseo de estar con mi familia, de sentirme envuelto en el amor y en la luz de Cristo, aun más de lo que nuestro pequeño grupo familiar había sentido en el hogar de mi infancia.
El anhelo de un amor eterno
Lo que todos nosotros anhelamos profundamente, en la época navideña y siempre, es sentirnos ligados por el amor con la dulce certeza de que esa unión durará eternamente. Tal es la promesa de la vida eterna, de la cual Dios ha dicho que es Su don más grandioso para Sus hijos (véase D. y C. 14:7), y se hace posible gracias a los dones de Su Hijo Amado: el nacimiento, la expiación y la resurrección del Salvador. Es por medio de la vida y la misión de Él que tenemos la seguridad de que podremos seguir unidos en amor y vivir con nuestra familia eternamente.
Ese sentimiento de anhelo por el hogar es innato en nosotros. Es un sueño maravilloso que no puede hacerse realidad sin tener gran fe, lo suficiente como para que el Espíritu Santo nos guíe al arrepentimiento, al bautismo y a hacer y mantener convenios sagrados con Dios. Esa fe exige que soportemos valerosamente las pruebas de la vida terrenal; y luego, en la vida venidera, recibir de nuestro Padre Celestial y de Su Hijo Amado una bienvenida a aquel hogar de nuestros sueños.
Incluso en esta vida podemos tener la certeza de que llegará ese día y sentir algunos de los gozos que experimentaremos cuando por fin lleguemos al hogar. La celebración del nacimiento del Salvador en Navidad nos ofrece oportunidades especiales de disfrutar de ellos en esta vida.
Cómo encontrar el gozo prometido
Muchos de nosotros hemos perdido a seres queridos por la muerte. Tal vez estemos rodeados de personas que tratan de destruir nuestra fe en el Evangelio y las promesas de vida eterna que nos ha hecho el Señor; algunos estaremos afligidos por enfermedades y por la pobreza; otros quizás enfrenten contención en su familia o no tengan ningún familiar. Aun así, podemos pedir que la luz de Cristo nos ilumine y nos permita ver y sentir algunos de los prometidos gozos que nos esperan.
Por ejemplo, al reunirnos en ese hogar celestial, estaremos rodeados por los que hayan sido perdonados de todo pecado y, a su vez, se hayan perdonado los unos a los otros; podemos disfrutar algo de ese gozo ahora, especialmente al recordar y celebrar los dones que el Salvador nos ha dado. Él vino al mundo para ser el Cordero de Dios, para pagar el precio de todos los pecados de los hijos de Su Padre en la vida terrenal, a fin de que todos reciban el perdón. En la época de Navidad, sentimos un deseo más grande de recordar al Salvador y meditar sobre Sus palabras; Él nos advierte que no se nos puede perdonar a menos que perdonemos a los demás (véase Mateo 6:14–15), lo cual muchas veces es difícil; por eso, deben orar para pedir ayuda. Muchas veces recibirán esa ayuda para perdonar si se les permite ver que ustedes han causado tanto o mayor dolor del que han recibido de otros.
Si actúan conforme a la respuesta que reciban a su oración de pedir fortaleza para perdonar, sentirán que se ha levantado un peso de sus hombros. El resentimiento es una carga muy pesada; pero al perdonar, sentirán el gozo de ser perdonados. En esta época navideña pueden ofrecer y recibir el regalo del perdón; la felicidad que sentirán entonces será una vislumbre de lo que sentiremos juntos en ese hogar eterno que anhelamos.
Sintamos el gozo de dar
Hay otra vislumbre de ese futuro hogar gozoso que podemos percibir mejor en Navidad: es el sentimiento de dar con un corazón generoso, y lo experimentamos al pensar más en las necesidades de los demás que en las nuestras y al comprender lo generoso que ha sido Dios con nosotros.
Nos alienta el ver la bondad de otras personas en la época navideña. ¿Cuántas veces han ido a dejar un regalo en el umbral de una puerta, esperando que nadie los viera, y se han encontrado con regalos que otro ya había dejado allí? O, habiendo tenido la impresión de ayudar a alguien, como me ha pasado a mí, se han enterado después de que tuvieron la inspiración de dar exactamente lo que esa persona necesitaba en aquel preciso momento. Eso nos da la maravillosa seguridad de que Dios conoce todas nuestras necesidades y cuenta con nosotros para atender a las de los que nos rodean.
Él nos envía esos mensajes durante los días de Navidad con mayor confianza, sabiendo que responderemos porque nuestro corazón está más receptivo al ejemplo del Salvador y a las palabras de Sus siervos. Es la época en la que es más probable que hayamos leído recientemente lo que dijo el rey Benjamín y nos hayamos conmovido con sus palabras. Él enseñó a su pueblo, así como a nosotros, que el asombroso regalo del perdón que recibimos debe hacernos sentir llenos de generosidad hacia los demás:
“Y he aquí, ahora mismo habéis estado invocando su nombre, suplicando la remisión de vuestros pecados. ¿Y ha permitido él que hayáis pedido en vano? No; él ha derramado su Espíritu sobre vosotros, y ha hecho que vuestros corazones se llenaran de alegría, y ha hecho callar vuestras bocas de modo que no pudisteis expresaros, tan extremadamente grande fue vuestro gozo.
“Y ahora bien, si Dios, que os ha creado, de quien dependéis por vuestras vidas y por todo lo que tenéis y sois, os concede cuanta cosa justa le pedís con fe, creyendo que recibiréis, ¡oh cómo debéis entonces impartiros el uno al otro de vuestros bienes!
“Y si juzgáis al hombre que os pide de vuestros bienes para no perecer, y lo condenáis, cuánto más justa será vuestra condenación por haberle negado vuestros bienes, los cuales no os pertenecen a vosotros sino a Dios, a quien también vuestra vida pertenece; y con todo, ninguna petición hacéis, ni os arrepentís de lo que habéis hecho.
“Os digo: ¡Ay de tal hombre, porque sus bienes perecerán con él! Y digo estas cosas a los que son ricos en lo que toca a las cosas de este mundo” (Mosíah 4:20–23).
Ustedes ya han sentido el gozo de dar y de recibir generosamente; ese gozo en esta vida es un atisbo de lo que sentiremos en la vida venidera si somos generosos aquí motivados por nuestra fe en Dios. El Salvador es nuestro magnífico ejemplo, y en Navidad volvemos a reflexionar en quién es Él y en la generosidad que Él nos extendió al venir al mundo para ser nuestro Salvador.
Por ser el Hijo de Dios, nacido de María, Él tuvo el poder de resistir toda tentación al pecado; y vivió una vida perfecta a fin de ser la ofrenda de sacrificio infinito, el Cordero sin mancha prometido desde el principio del mundo (véase Apocalipsis 13:8). Él sufrió el tormento de la culpa de nuestros pecados y de todos los de los hijos del Padre Celestial, para que podamos ser perdonados y volver limpios al hogar.
Nos otorgó esa dádiva a un precio que no podemos siquiera concebir; fue un don que a Él no le hacía falta pues no tenía necesidad de ser perdonado. El gozo y la gratitud que sentimos ahora por Su dádiva serán magnificados y perdurarán eternamente cuando lo honremos y lo adoremos en nuestro hogar celestial.
La época de la Navidad nos anima a recordarlo y a pensar en Su generosidad infinita; el recordar esa generosidad contribuirá a que sintamos la inspiración de que hay alguien que necesita nuestra ayuda y respondamos a ella, y nos permitirá ver la mano de Dios que se extiende hasta nosotros cuando Él nos envía a una persona que nos auxilie, como lo hace tantas veces. Hay gozo en dar y en recibir la generosidad que Dios inspira, especialmente en Navidad.
Somos bendecidos con Su Luz
Hay otro vislumbre del cielo que se aprecia con más facilidad en la Navidad: es la luz. El Padre Celestial hizo uso de la luz para anunciar el nacimiento de Su Hijo, nuestro Salvador (véase Mateo 2; 3 Nefi 1), con una estrella nueva que fue visible tanto en el hemisferio oriental como en el occidental y que condujo a los Reyes Magos hasta donde estaba el Niño en Belén. Incluso el malvado rey Herodes reconoció la señal y tuvo miedo, porque era inicuo. Los magos se regocijaron por el nacimiento del Cristo, que es la Luz y la Vida del mundo. Y Dios dio como señal a los descendientes de Lehi tres días de luz, sin oscuridad, para anunciarles el nacimiento de Su Hijo.
En la Navidad recordamos no sólo la luz que anunció que Cristo había nacido en el mundo sino también la que proviene de Él. Muchos son los testigos que la han confirmado. Pablo testificó que la vio en su camino a Damasco:
“…vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a los que iban conmigo.
“Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón.
“Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hechos 26:13–15).
José Smith, siendo muchacho, testificó que había visto una luz maravillosa en una arboleda de Palmyra, Nueva York, al principio de la Restauración:
“…precisamente en este momento de tan grande alarma vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente descendió hasta quedar sobre mí.
“No bien se apareció, me sentí libre del enemigo que me había sujetado. Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (José Smith—Historia 1:16–17).
Esa luz será visible en nuestro hogar celestial y nos brindará gozo. Sin embargo, por medio de la Luz de Cristo, incluso en esta vida ustedes han sido bendecidos con una porción de esa magnífica experiencia. Toda persona que nace en el mundo recibe esa luz como un don (véase Moroni 7:16). Piensen en las veces en las que les ha ocurrido algo que los hace testigos de que la Luz de Cristo es real y preciosa. En este pasaje de las Escrituras, que nos ofrece una seguridad maravillosa, reconocerán que han sido guiados por esa luz:
“Y lo que no edifica no es de Dios, y es tinieblas.
“Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto.
“Y… lo digo para que sepáis la verdad, a fin de que desechéis las tinieblas de entre vosotros” (D. y C. 50:23–25).
En un mundo que está oscureciéndose con imágenes depravadas y mensajes deshonestos, ustedes han sido bendecidos para reconocer más fácilmente los destellos de la luz y la verdad. Han aprendido por experiencia propia que la luz resplandece con mayor fulgor cuando la reciben con alegría; y se volverá cada vez más brillante hasta el día perfecto en que estemos en presencia de la Fuente de esa luz.
Es más fácil reconocerla en los días de la Navidad, cuando estamos más motivados a orar para saber lo que Dios quiere que hagamos y cuando estamos más inclinados a leer las Escrituras y, por lo tanto, más propensos a dedicarnos a la obra del Señor. Cuando perdonamos y recibimos perdón, cuando levantamos las manos caídas (véase D. y C. 81:5), nosotros mismos somos elevados al encaminarnos hacia la Fuente de la luz.
Recordarán que en el Libro de Mormón se describe una circunstancia gloriosa cuando en los fieles discípulos del Salvador se reflejó Su luz, para que otras personas la vieran (véase 3 Nefi 19:24–25). Nosotros utilizamos luces para celebrar la Navidad. La forma en que adoramos al Salvador y el servicio que le rendimos brindan luz a nuestra vida y a la de aquellos que nos rodean.
Podemos establecernos con confianza la meta de hacer que esta Navidad sea más resplandeciente que la última, y que cada año que siga lo sea más y más. Las pruebas de la vida terrenal podrán aumentar en intensidad, pero la oscuridad no tiene porqué aumentar para nosotros si enfocamos la vista más particularmente en la luz que nos ilumina al seguir al Maestro. Él nos guiará y nos auxiliará a lo largo del sendero que conduce hacia aquel hogar que anhelamos.
Ha habido momentos, muchas veces en Navidad, en los que hemos percibido parte de lo que experimentaremos cuando por fin lleguemos al hogar, al Padre que nos ama y contesta nuestras oraciones y al Salvador que ha iluminado nuestra vida y nos ha ennoblecido.
Testifico que, gracias a Él, ustedes pueden tener la seguridad de volver al hogar no sólo en Navidad sino también para vivir eternamente con una familia a la que aman y cuyos miembros se aman entre sí.