¿Por qué a mí?
La adversidad me enseñó a no preocuparme de esa pregunta ni de ningún otro asunto que no tenga verdadera importancia.
¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Acababa de regresar de una competencia en un importante espectáculo ecuestre que tuvo lugar en California y me encontraba en el punto más alto de mis habilidades hípicas en salto con caballos de caza; me mantenía ocupada con los estudios, las clases de piano y las Abejitas. Estaba haciendo todo lo que se me había enseñado y pensaba que mi vida era lo más perfecta que podía ser. Entonces todo cambió.
La prueba
Me diagnosticaron leucemia linfoblástica aguda y me encontré de pronto en una cama de hospital, demasiado enferma hasta para abrir los ojos. Cuando enfermé, hacía apenas cuatro años que mi mamá había muerto de un cáncer similar. Me sometían a intensa quimioterapia para librarme del cáncer, y los médicos afirmaban que tendría que someterme a ese tratamiento durante dos años y medio a fin de asegurarnos de que quedara totalmente libre de la enfermedad. No me era posible entender por qué me sucedía eso a mí y por qué en aquel preciso momento.
Poco después supe que el diagnóstico de cáncer no era el único desafío que enfrentaba: Una de las drogas para tratar la leucemia era un esteroide que se daba en dosis extremadamente altas; es muy eficaz para matar las células cancerosas pero presenta un pequeño riesgo de provocar necrosis vascular (una condición que destruye los huesos cercanos a las articulaciones), particularmente en jovencitas adolescentes. Mis médicos pensaron que, por tener doce años, yo era demasiado joven para que eso sucediera. No obstante, antes de que se cumpliera un mes desde que había empezado la quimioterapia, los esteroides me destruyeron la mayoría de las articulaciones principales y partes de la columna vertebral; el dolor era constante. Cuatro meses después de haberme diagnosticado leucemia, me sometí a una cirugía de cadera con el objeto de empezar a reparar el daño causado por los esteroides y de aliviarme un poco el dolor. La operación quirúrgica no dio el buen resultado que esperaba, y el traumatólogo que me trataba me dijo que probablemente nunca más podría montar a caballo. De pronto, vi desvanecerse el futuro que había planeado.
Era una alumna aplicada y me gustaba mucho la escuela, pero no podía asistir ni tampoco salir entre la gente porque la quimioterapia me había destruido el sistema inmunológico. En cambio, tuve que quedarme en casa; mi madrastra me acompañaba. Al llegar a ese punto, pensaba que ya todo estaba muy mal, pero la situación empeoró.
Seis meses después de la cirugía, tuve que someterme a otra operación quirúrgica de la cadera, porque la primera no había dado resultado; estaba en silla de ruedas, pues el caminar me provocaba un intenso dolor. Ya tenía la seguridad de que no volvería a andar a caballo otra vez, y ahora lo que me preocupaba era si siquiera podría volver a caminar. El vivir enferma, en constante dolor y confinada a una silla de ruedas me resultaba totalmente opuesto a la vida divertida que hubiera querido tener.
Las oraciones
Oraba a mi Padre Celestial y sabía que muchas otras personas estaban también orando por mí. A través de todas mis pruebas, oré pidiendo ser sanada, que se me restauraran las articulaciones y que no tuviera que pasar por el resto de la quimioterapia; pero pensé que mis oraciones no eran contestadas, porque todavía tenía que ir todas las semanas al Centro Médico Pediátrico de la Primaria para más quimioterapia; todavía tenía mucho dolor; todavía estaba atada a la silla de ruedas. Hubo un momento en el que empecé a pensar que mis padres estaban locos por creer en un Dios que ni siquiera escuchaba a una pobre niña enferma.
Años antes había pasado por una prueba similar de mi fe cuando oré para que mi mamá mejorara; tenía que recibir oxígeno continuamente y estaba tan débil que no podía siquiera caminar por la casa. Oré y tuve esperanza, y oré más pidiendo al Señor que la sanara milagrosamente; sin embargo, no fue así. Después de que ella murió, aprendí que podemos orar todo lo que queramos pidiendo lo que deseamos, pero que, para que nuestras oraciones reciban respuesta, debemos orar pidiendo lo que sea justo, suplicando que se haga la voluntad del Señor.
Cuando recordé aquella lección, cambié mis oraciones de: “Te suplico que me sanes” a: “Padre Celestial, de todo corazón quisiera que terminaran estas pruebas, pero aceptaré Tu voluntad”. Tan pronto como las cambié, me di cuenta de que me era posible soportar más fácilmente la quimioterapia y mi actitud mejoró. Aquello fue el principio de las bendiciones y de las respuestas que recibí a mis oraciones y dudas.
Mi padre y mi abuelo me dieron muchas bendiciones del sacerdocio; siempre que tenía que someterme a una operación, les pedía una, y la bendición contribuía a que tanto yo como mi familia nos sintiéramos tranquilos sobre la intervención. Una vez en que la fiebre me había subido mucho y que tuvimos que ir al hospital, antes de salir recibí una bendición de mi papá y un vecino; cuando llegamos a la entrada de Urgencias, la temperatura me había bajado y no tuve que pasar la noche allí. Sé que el poder del sacerdocio es un don de nuestro amoroso Padre Celestial.
Las lecciones
Un momento que siempre se destacará en mi memoria fue el del día en que regresé a casa del hospital, después de que me diagnosticaron la leucemia. Las hermanas de las Mujeres Jóvenes y de la Sociedad de Socorro habían cambiado todas mis cosas de mi dormitorio a un cuarto de la planta baja para que estuviera más cerca de mis padres y no me fuera necesario subir ni bajar las escaleras; además, habían limpiado y decorado el cuarto, tratando de que fuera un lugar muy agradable para mí mientras estuviera enferma. Mi familia recibió también muchos otros servicios. Al principio, me era difícil aceptarlo; cuando la gente hacía algo por mí, aquello me hacía pensar que no podía hacer nada por mí misma. Sin embargo, poco después aprendí que estaba bien pedir ayuda; y al empezar a sentirme mejor, comencé a buscar oportunidades de prestar servicio a otras personas. Ahora trato de hacerlo en todo lo que me sea posible y tengo un sentimiento agradable cuando lo hago; además, he llegado a la conclusión de que cuando dejo que los demás me presten un servicio, les doy a ellos la oportunidad de tener ese mismo sentimiento.
Por haber estado tan cerca de la muerte, he aprendido a pensar más en el futuro y en las opciones que se me presentan. En la escuela oía a otras chicas quejarse de que ese día no habían podido arreglarse bien el pelo; y yo, sentada en mi silla de ruedas y usando una peluca, pensaba: “¡Por lo menos ustedes tienen pelo!” Se quejaban también de que les dolían los pies por caminar con zapatos de tacón altos; y yo pensaba: “Al menos ustedes pueden caminar”. Ahora trato de concentrarme más en el panorama general de mi vida en lugar de en los pequeños detalles que me preocupaban antes.
A lo largo de los años, he aprendido muchas otras lecciones a través de las bendiciones por tener leucemia y de las complicaciones de la quimioterapia. Me he acercado más a mi Padre Celestial; mi testimonio ha aumentado y he aprendido algo realmente importante: he aprendido a apreciar y agradecer todos los pequeños actos de servicio que la gente hace por mí. Actualmente la enfermedad está en remisión, tengo menos dolores y gradualmente voy recobrando algo del uso de mis articulaciones. Mientras sigo mejorando y sanando, las bendiciones y las experiencias de aprendizaje continúan presentándose.
Así que “¿Por qué me pasa a mí?” y “¿Por qué ahora?” son preguntas que ya no hago, pues he crecido espiritualmente durante mis pruebas; he descubierto quién soy en verdad, porque el Señor me amó lo bastante para dejarme experimentar la adversidad y las bendiciones que la acompañan.