No has ayunado
Ketty Constant, Guadalupe
En 1998 disfrutaba de ser una madre joven, pero un día, me entró el pánico cuando me di cuenta de que mi hijo de seis meses silbaba al respirar y no podía tragar nada. El doctor inmediatamente le diagnosticó bronquiolitis, que es una inflamación de las vías respiratorias pequeñas de los pulmones, generalmente causada por una infección viral; le recetó medicamentos y fisioterapia.
Las visitas al fisioterapeuta fueron una prueba para mi hijo y para mí. A mi hijo le incomodaba que lo movieran en toda dirección y a mí me preocupaba que la terapia le estuviera causando dolor. Sin embargo, me armé de valor cuando el terapeuta me explicó los beneficios de la terapia.
A pesar del tratamiento médico y de la terapia, la condición de mi hijo no mejoraba. Comía poco y no dejaba de silbar. El médico recetó cinco sesiones más con el fisioterapeuta además de las diez a las que ya había asistido.
Mientras esperaba durante la sesión número trece, leí un artículo que estaba en la cartelera de la oficina del médico, cuyo título era “La bronquiolitis mata”. Al leerlo, me di cuenta de que mi hijo podía morir. Sentí como si mi corazón estuviera en una prensa. Al final de la sesión, el terapeuta me dijo que la condición de mi hijo no estaba mejorando. No sé cómo llegué a casa a salvo, porque las lágrimas me empañaban la visión.
Llamé a mi esposo y comencé a orar. Le dije a mi Padre Celestial que si era Su voluntad llevarse a mi hijo, tendría que darme la fuerza para resistirlo.
Tras haber orado me pregunté qué podíamos hacer además de las oraciones que habíamos hecho y las bendiciones del sacerdocio que había recibido nuestro hijo. Dirigí la vista hacia el estante y vi un ejemplar de la revista Liahona (que en ese entonces se llamaba L‘Étoile). Lo abrí al azar, en busca de ayuda, y encontré un artículo intitulado “Ayuné por mi bebé”. Entonces escuché claramente una voz que me dijo: “No has ayunado por tu hijo”.
Realmente no lo había hecho, así que inmediatamente comencé a ayunar por él. Durante la sesión de terapia al día siguiente, yo todavía estaba en ayunas. Tras examinar a mi hijo, el terapeuta quedó sorprendido.
“Señora”, me dijo, “su hijo está bien. No lo entiendo, pero ya no necesita más sesiones”.
No pude contener las lágrimas de gozo. Cuando llegué a casa, me arrodillé para darle gracias a Dios por Su misericordia y Su amor. Llamé a mi esposo para darle la buena noticia y entonces terminé el ayuno llena de paz, sin dudar de la intervención del Señor.
Mi hijo fue sanado gracias a la fe, la oración, las bendiciones del sacerdocio y el ayuno. No tengo duda de que mi Padre Celestial me ama y de que también ama a mi hijo. Estoy segura de que seguirá ayudándonos a superar las dificultades que se nos presenten.