2012
Unidos en la causa de Cristo
Agosto de 2012


Unidos en la causa de Cristo

Este artículo se extrajo de un discurso pronunciado en Salt Lake City el 10 de marzo de 2011, dirigido a un grupo de líderes nacionales cristianos.

Élder Jeffrey R. Holland

Ciertamente hay una manera en que las personas de buena voluntad que aman a Dios y que han tomado sobre sí el nombre de Cristo se unan por la causa de Cristo y contra las fuerzas del pecado.

Amigos, ustedes saben lo que yo sé: que en este mundo moderno hay mucho pecado y mucha decadencia moral que afecta a todos, especialmente a los jóvenes; y parece que va empeorando día a día. Ustedes y yo compartimos tantas preocupaciones en cuanto a la propagación de la pornografía y la pobreza, el abuso sexual y el aborto, la transgresión sexual ilícita (tanto heterosexual como homosexual), la violencia, la vulgaridad, la crueldad y la tentación, y todo ello se halla tan cerca como en el teléfono celular de su hija o el iPad de su hijo.

Ciertamente hay una manera en que las personas de buena voluntad que aman a Dios y que han tomado sobre sí el nombre de Cristo se unan por la causa de Cristo y contra las fuerzas del pecado. En este asunto tenemos todo el derecho de ser intrépidos y confiados, porque “si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).

Ustedes prestan servicio, predican, enseñan y trabajan con esa seguridad, y yo también. Al hacerlo, creo que también podemos confiar en el siguiente versículo de Romanos: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”. Creo firmemente que si alrededor del mundo todos nos esforzamos más para no apartarnos los unos a los otros del “amor de Cristo”, seremos “más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:32, 35, 37).

Diálogo teológico

Los evangélicos y los Santos de los Últimos Días no siempre se han reunido en relaciones pacíficas. Desde la época, a principios del siglo diecinueve, cuando José Smith regresó de la manifestación reveladora que tuvo en su juventud e hizo su intrépida declaración en cuanto a ella, demasiadas veces nuestros intercambios han sido de todo menos cordiales.

Sin embargo, aunque parezca extraño —y no puedo dejar de pensar que esto es parte de un organización divina de acontecimientos en estos tiempos difíciles— profesores y líderes Santos de los Últimos Días y evangélicos se han unido, desde finales de la década de los 90, en lo que creo que se ha convertido en un diálogo teológico constructivo y que produce reflexión. Ha sido un esfuerzo franco para comprender y para ser comprendidos, un intento de disipar mitos y malas interpretaciones de ambas partes, una obra de amor en la que los participantes se han sentido motivados y conmovidos por una fuerza silenciosa más profunda que un típico intercambio religioso.

El primero de esos diálogos formales tuvo lugar en la primavera del año 2000, en la Universidad Brigham Young. A medida que se empezó a entablar el diálogo, era evidente que los participantes buscaban cierta clase de paradigma, un modelo, un punto de referencia. ¿Serían éstos confrontaciones, argumentos, debates? ¿Habrían de producir un ganador y un perdedor? ¿Cuán francos y sinceros se esperaba que fueran? Algunos de los Santos de los Últimos Días se preguntaban: ¿Consideran los “otros” estas conversaciones como nuestras “audiciones” para poder formar parte del equipo cristiano? ¿Es un esfuerzo a gran escala para “arreglar” el mormonismo, para hacerlo más tradicionalmente cristiano, más aceptable a los espectadores escépticos?

A su vez, algunos evangélicos se preguntaban: ¿Actúan en serio estos “otros”, o es simplemente otra forma de efectuar su proselitismo misional? ¿Puede una persona ser un cristiano del Nuevo Testamento y sin embargo no adherirse a los credos posteriores que adoptó la mayoría del cristianismo tradicional? Una pregunta que surgía en ambos lados era: ¿Por cuánta ‘mala teología’ puede compensar la gracia de Dios? Poco después, esa clase de dudas comenzó a ser parte del diálogo mismo y, en el transcurso, la tensión se empezó a disipar.

El sentimiento inicial de formalidad ha dado paso a una informalidad mucho más amena, una verdadera forma de hermandad que conserva amabilidad en el desacuerdo, respeto por las opiniones contrarias, un sentimiento de responsabilidad por verdaderamente entender a personas de otras creencias religiosas (sin necesariamente estar de acuerdo con ellas), una responsabilidad de representar con exactitud nuestras doctrinas y prácticas y de aceptar las de los demás de la misma manera. En los diálogos se llegó a disfrutar de una “cortesía con convicción”1.

Al reconocer que los Santos de los Últimos Días tienen una estructura jerárquica y organizativa muy diferente de la del extenso mundo evangélico, ningún representante oficial de la Iglesia ha participado en estos diálogos, ni tampoco ha habido en éstos referencia alguna al nivel de autoridad eclesiástica. Al igual que ustedes, no tenemos ningún deseo de poner en riesgo nuestra particularidad doctrinal ni de renunciar a las creencias que hacen de nosotros lo que somos. Sin embargo, estamos deseosos de que no se nos malinterprete, de que no se nos acuse de creencias que no poseemos y de que no se descarte de inmediato nuestra dedicación a Cristo y a Su evangelio; ni qué decir de que se nos considere diabólicos.

Es más, siempre estamos en busca de un terreno común y de asociados comunes en la obra “práctica” del ministerio. Estaríamos deseosos de unir nuestras manos con nuestros amigos evangélicos en un esfuerzo cristiano conjunto para fortalecer a las familias y a los matrimonios, para exigir más ética en los medios de difusión, para proporcionar un esfuerzo humanitario de ayuda en tiempos de desastres naturales, para tratar la siempre presente y difícil situación de los pobres y para garantizar la libertad de culto que nos permita a todos expresarnos en asuntos de conciencia cristiana relacionados con los problemas sociales de nuestra época. En cuanto a este último aspecto, no debería llegar nunca el día en que ni a ustedes ni a mí, ni a cualquier otro clérigo responsable de esta nación, se le prohíba predicar desde el púlpito la doctrina que considere verdadera. Pero en vista de los recientes acontecimientos sociopolíticos y los actuales desafíos legales que resultan de ellos, particularmente en lo que respecta a la santidad del matrimonio, ese día podría llegar a menos que actuemos de manera decisiva para evitarlo2.

Cuanto más grande y unida sea la voz cristiana, mayor será la probabilidad de que salgamos victoriosos en estos asuntos. En ese respecto, debemos recordar la amonestación del Salvador en cuanto a “una casa dividida contra sí misma”, una casa que descubre que no puede permanecer en pie contra enemigos más unidos que luchan por una causa muchas veces perversa (véase Lucas 11:17).

El Cristo que veneramos

Para edificar sobre parte de esa historia, y con el deseo de que no discrepemos donde no haya necesidad de discrepar, quiero testificarles a ustedes, nuestros amigos, del Cristo al que veneramos y adoramos en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Creemos en el Jesús histórico que anduvo por los polvorientos senderos de la Tierra Santa y declaramos que Él y el divino Jehová del Antiguo Testamento son el mismo Dios. Declaramos que Él es plenamente Dios en Su divinidad, así como plenamente humano en Su experiencia mortal, el Hijo que fue un Dios y el Dios que fue un Hijo; que Él es, en las palabras del Libro de Mormón, “el Eterno Dios” (portada del Libro de Mormón).

Testificamos que Él es uno con el Padre y el Espíritu Santo, siendo Uno los Tres: uno en espíritu, uno en fortaleza, uno en propósito, uno en voz, uno en gloria, uno en voluntad, uno en bondad y uno en gracia; uno en toda forma y aspecto concebible de unidad salvo en la de Su personificación física separada (véase 3 Nefi 11:36). Testificamos que Cristo nació de Su Padre divino y de una madre virgen; que desde los doce años de edad en adelante, Él se ocupó de los asuntos de Su verdadero Padre y que, al hacerlo, vivió una vida perfecta y sin pecado, y de ese modo proporcionó un modelo para todos los que acudan a Él en busca de salvación.

Damos testimonio de todo sermón que dio, de toda oración que pronunció, de todo milagro que invocó de los cielos y de todo acto redentor que llevó a cabo. En cuanto a esto último, testificamos de que a fin de cumplir el divino plan para nuestra salvación, tomó sobre Sí todos los pecados, las penas y enfermedades del mundo, sangrando por cada poro a causa de la angustia de todo ello, empezando en Getsemaní y muriendo sobre la cruz del Calvario como una ofrenda vicaria por esos pecados y pecadores, lo que nos incluye a cada uno de nosotros.

Al comienzo del Libro de Mormón, un profeta nefita “[vio] que [Jesús] fue levantado sobre la cruz e inmolado por los pecados del mundo” (1 Nefi 11:33). Más tarde, ese mismo Señor afirmó: “He aquí, os he dado mi evangelio, y éste es el evangelio que os he dado: que vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre, porque mi Padre me envió. Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz” (3 Nefi 27:13–14; véase también D. y C. 76:40–42). Ciertamente, es un don del Espíritu “saber que Jesucristo es el Hijo de Dios, y que fue crucificado por los pecados del mundo” (D. y C. 46:13).

Declaramos que tres días después de la Crucifixión, Él se levantó del sepulcro en gloriosa inmortalidad, las primicias de la Resurrección, quebrantando así las ligaduras físicas de la muerte y las cadenas espirituales del infierno, proporcionando un futuro inmortal para el cuerpo así como para el espíritu, un futuro que únicamente se puede hacer realidad en plena gloria y grandeza al aceptarlo a Él y Su nombre como el único “nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Declaramos que Él volverá a la tierra, esta vez en poderío, majestuosidad y gloria, para reinar como Rey de reyes y Señor de señores. Ése es el Cristo a quien adoramos, en cuya gracia confiamos implícita y categóricamente, y que es el “Pastor y Obispo de [nuestras] almas” (1 Pedro 2:25).

En una ocasión se le preguntó a José Smith: “¿Cuáles son los principios fundamentales de su religión?”, a lo que contestó: “Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y de los profetas concernientes a Jesucristo: que murió, que fue sepultado, que se levantó al tercer día y que ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente apéndices de eso”3.

Por regla general, a los Santos de los Últimos Días se los reconoce como una gente diligente y trabajadora. Para nosotros, las obras de rectitud, lo que podríamos llamar un “discipulado dedicado”, son una medida inequívoca de la realidad de nuestra fe. Al igual que Santiago, el hermano de Jesús, creemos que la verdadera fe siempre se manifiesta en la fidelidad (véase Santiago 2). Enseñamos que los puritanos estaban más cerca de la verdad de lo que se imaginaban cuando esperaban que aquellos que estaban bajo convenio anduviesen “en santidad” (D. y C. 20:69).

La salvación y la vida eterna son gratuitas (véase 2 Nefi 2:4); verdaderamente, son los máximos de todos los dones de Dios (véase D. y C. 6:13; 14:7). No obstante, enseñamos que la persona tiene que prepararse para recibir esos dones declarando y demostrando “fe en el Señor Jesucristo” (Artículos de Fe 1:4), confiando en “los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías” (2 Nefi 2:8; véase también 2 Nefi 31:19; Moroni 6:4). Para nosotros, los frutos de esa fe incluyen el arrepentimiento, el recibir los convenios y las ordenanzas del Evangelio (incluso el bautismo), así como un corazón de gratitud que nos motiva a abstenernos de toda impiedad, a “tomar [nuestra] cruz cada día” (Lucas 9:23) y a guardar Sus mandamientos, todos Sus mandamientos (véase Juan 14:15). Nos regocijamos con el apóstol Pablo: “…sean dadas gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:57). Conforme con ello, como escribió uno de los profetas del Libro de Mormón: “…hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo… para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados… [y] miren ellos adelante hacia aquella vida que está en Cristo” (2 Nefi 25:26, 27).

Espero que este testimonio que expreso a ustedes y al mundo los ayude a entender una porción del amor inexpresable que sentimos por el Salvador del mundo en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Un llamado a vivir principios cristianos

En vista de la devoción que compartimos hacia el Señor Jesucristo, y en vista de los desafíos que enfrentamos en nuestra sociedad, ciertamente podemos encontrar una manera de unirnos en un llamado nacional, o internacional, a vivir principios cristianos. Hace algunos años, Tim LaHaye escribió:

“Si los estadounidenses religiosos trabajaran juntos en nombre de los intereses morales que compartimos mutuamente, quizás tendríamos éxito en restablecer las normas morales cívicas que nuestros antepasados pensaron que estaban garantizadas por la Constitución [de los Estados Unidos]…

“…Todos los ciudadanos religiosos de nuestra nación deben desarrollar respeto por otras personas religiosas y por sus creencias. No tenemos que aceptar sus creencias, pero podemos respetar a las personas y darnos cuenta de que tenemos más en común los unos con los otros de lo que tenemos con las personas de este país que desean secularizarlo. Ya es hora de que todos los ciudadanos firmes se unan en contra de nuestro enemigo común”4.

Por cierto, hay un riesgo cuando se aprende algo nuevo acerca de alguien. El conocimiento nuevo siempre tienen un efecto en las perspectivas antiguas; por lo tanto, es inevitable una reconsideración, un reordenamiento y una restructuración de la visión que tenemos del mundo. Cuando vemos más allá del color de la gente, del grupo étnico, del círculo social, de la iglesia, la sinagoga o la mezquita, del credo y de la declaración de creencias, y cuando nos esforzamos por verlos como quienes realmente son y como lo que realmente son: hijos del mismo Dios, algo bueno y de valor ocurre en nuestro interior y, por tanto, establecemos una unión más íntima con ese Dios que es el Padre de todos nosotros.

Pocas cosas se necesitan más en este mundo tenso y confuso que la convicción, la compasión y el entendimiento cristianos. José Smith señaló en 1843, a menos de un año de su muerte: “Si considero que el género humano está en error, ¿lo he de oprimir? No. Procuraré elevarlo, y lo haré a su propia manera si no puedo persuadirlo a creer que mi manera es mejor; y no trataré de obligar a ningún hombre a creer lo que yo sino por la fuerza de la razón, porque la verdad abre su propio camino. ¿Creen en Jesucristo y en el Evangelio que reveló? Yo también. Los cristianos deberían hacer cesar sus riñas y contenciones entre unos y otros, y cultivar los principios de unión y amistad entre sí; y van a tener que hacerlo antes de que pueda comenzar el milenio y Cristo tome posesión de Su reino”5.

Concluyo expresando mi amor por ustedes valiéndome de dos discursos de despedida hallados en las Escrituras. El primero es del autor del libro de Hebreos en el Nuevo Testamento:

“[Que] el Dios de paz que levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del convenio sempiterno,

“os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hebreos 13:20–21).

Y éste en el Libro de Mormón, de un padre que le escribe a su hijo:

“…sé fiel en Cristo… [y que Él] te anime, y sus padecimientos y muerte… y su misericordia y longanimidad, y la esperanza de su gloria y de la vida eterna, reposen en tu mente para siempre.

“Y la gracia de Dios el Padre, cuyo trono está en las alturas de los cielos, y de nuestro Señor Jesucristo, que se sienta a la diestra de su poder, hasta que todas las cosas le sean sujetas, te acompañe y quede contigo para siempre. Amén” (Moroni 9:25–26).

Notas

  1. Término utilizado en Richard J. Mouw, Uncommon Decency: Christian Civility in an Uncivil World, 1992.

  2. Véase Dallin H. Oaks, “Preserving Religious Freedom” (discurso, Facultad de Derecho de la Universidad Chapman, 4 de febrero de 2011), newsroom.lds.org/article/elder-oaks-religious-freedom-Chapman-University.

  3. Véase Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: José Smith, 2007, págs. 51–52.

  4. Tim LaHaye, The Race for the 21st Century, 1986, pág. 109.

  5. José Smith, en History of the Church, tomo 5, pág. 499.

Imagen de Cristo, por Heinrich Hofmann, cortesía de C. Harrison Conroy Co.

Ilustraciones fotográficas por Howard Collett © IRI y Ruth Sipus © IRI.

La Crucifixión, por Harry Anderson © IRI; Ha resucitado, por Del Parson.