El prestar servicio en la Iglesia
Servir a la persona en particular
Al iniciar mi primer año de universidad, rápidamente entablé amistad con otros dos alumnos del primer año; uno de ellos era ranchero y el otro agricultor. Formamos un trío extraño compuesto de dos prácticos jóvenes de campo del Oeste de los Estados Unidos, y un parlanchín de ciudad de la costa Este. Después de graduarnos, ellos regresaron al rancho y a la granja, y yo entré al mundo empresarial.
A medida que nuestras vidas seguían adelante, nos mantuvimos en contacto por medio de tarjetas de Navidad todos los años y llamadas telefónicas de vez en cuando. Para cuando tenía unos treinta y cinco años de edad, había prestado servicio en dos ocasiones como maestro Scout. Más tarde, cuando yo terminaba mi segunda “ronda” como líder auxiliar de la guardería, mis dos amigos servían en obispados. Con el paso del tiempo, caí en la trampa de comparar mis llamamientos con los de mis amigos; empecé a sentir que se me pasaba por alto y que no se me necesitaba.
Para cuando tenía alrededor de cuarenta y cinco años, los llamamientos de liderazgo que otros recibían ocupaban mis pensamientos durante días. Cada vez que llamaban a alguien a un puesto de liderazgo en el barrio o la estaca, Satanás me susurraba que yo no era digno o que carecía de la fe necesaria para tener esos llamamientos. Desde el punto de vista intelectual, podía vencer esos pensamientos por medio de la oración y del estudio, pero aún dudaba de mi valía. Ser “apenas un élder” y arbitrar juegos de básquetbol para jóvenes a los cincuenta años mientras mis amigos servían en presidencias de estaca no era lo que me había imaginado que estaría haciendo a esa edad.
Entonces tuve una experiencia que cambió mi entendimiento del Evangelio. Un domingo, me encontraba ayudando a mi esposa con su clase de la Primaria llena de niños vivaces de siete años. Al empezar el Tiempo para compartir, noté que una integrante de la clase estaba acurrucada en su silla, y era obvio que no se sentía bien. El Espíritu me susurró que ella necesitaba consuelo, de modo que me senté a su lado y en voz baja le pregunté qué le pasaba. Ella no contestó, pero parecía estar sumamente afligida, de modo que le empecé a cantar suavemente.
La Primaria estaba aprendiendo una canción nueva, y cuando cantamos “al Salvador siento si escucho con el corazón”1, empecé a sentir que mi alma se llenaba de una luz y una calidez increíbles. Me sentí envuelto en brazos eternos de amor. Comprendí que el Padre Celestial había escuchado la oración de esa niña y que yo me encontraba allí para proporcionarle el consuelo que Él deseaba darle. Se esclareció mi entendimiento espiritual y recibí un testimonio personal del amor que el Salvador tenía por ella, por cada uno de Sus hijos y por mí. Supe que Él confiaba en mí para servir a alguien que lo necesitaba y que yo me encontraba donde Él quería que estuviera. Aprendí que somos Sus manos cuando servimos a la persona en particular.
Me siento feliz por cualquier oportunidad de servir y trato de permanecer digno para sentir las impresiones del Espíritu y para encontrarme donde el Padre Celestial desea que esté cuando uno de Sus hijos necesita ayuda.