Seguimos el sendero
Rut de Oliveira Marcolino, Rio Grande do Norte, Brasil
En la última área de mi misión, mi compañero y yo servíamos en dos poblados situados en el interior del estado de São Paulo, Brasil. Entre los dos poblados había un atajo que atravesaba la selva y que nunca habíamos tomado, ya que pensábamos que era peligroso y que no era probable que encontráramos a alguien allí.
Una tarde, al aproximarnos al atajo, el Espíritu Santo me inspiró y me indicó que debíamos adentrarnos en la selva. Miré al élder Andrade y le dije en cuanto a la inspiración que acababa de sentir; y él me indicó que había sentido lo mismo.
Poco después de haber comenzado a andar por el sendero desconocido, vimos a una mujer que caminaba hacia nosotros. El sendero era estrecho y, al pasar junto a ella, fue inevitable notar que estaba llorando.
Cuando levantó la vista, nos invitó a seguirla hasta su casa, donde conocimos a su esposo. De inmediato, comenzamos a enseñar el Evangelio a la receptiva pareja. Tras algunas semanas, los invitamos a bautizarse. Estábamos muy entusiasmados cuando aceptaron enseguida, puesto que hacía un año que no había bautismos en el barrio. Además, nos sentíamos agradecidos por haber actuado de conformidad con la inspiración de entrar al sendero aquel día.
Poco antes del bautismo, la esposa dijo que tenía que hablarnos. Nos contó que durante años había tenido un sueño recurrente; en él, se hallaba aguardando en el centro de São Paulo. Un hombre mayor se le acercaba y le decía que vendrían dos jóvenes a cambiarle la vida. Entonces veía a dos jóvenes que se acercaban; pero en ese momento el sueño siempre terminaba.
Un día, algunas semanas antes, se hallaba limpiando el piso (suelo) de la casa cuando una voz le dijo que se acercaban dos jóvenes y que debía dirigirse al sendero del atajo en ese momento, donde nosotros la habíamos visto por primera vez. Sin comprender aquella impresión, pero deseando conocer la respuesta del sueño, soltó la escoba y se encaminó al sendero.
Mientras caminaba, las imágenes del sueño le volvieron a la mente como si fuera una película que terminaba en que ella finalmente veía el rostro de los dos jóvenes. También vio que ambos llevaban una placa de identificación de color negro. Nos dijo que, algunos momentos después, el élder Andrade y yo aparecimos frente a ella en el sendero. La emoción la embargó y le fue imposible evitar las lágrimas.
Hoy, al recordar esa sagrada experiencia, siento el Espíritu y puedo visualizar otra vez en la mente el rostro colmado de lágrimas de aquella hermana que abrazó el Evangelio. Afortunadamente, mi compañero y yo tuvimos la sensibilidad y el valor de seguir el sendero que el Señor quería que tomáramos ese día.