¿Qué clase de maestros hemos de ser?
Si de verdad deseamos llegar a ser como el Salvador, debemos aprender a enseñar de la manera que Él enseñó.
El Señor resucitado estaba a punto de concluir Su ministerio en las Américas; hacía poco que había descendido de los cielos, trayendo la luz para disipar las tinieblas que habían cubierto la tierra de los nefitas y los lamanitas después de Su muerte. Había enseñado, testificado y orado; había bendecido, aclarado inquietudes y establecido Su Iglesia. Ahora, mientras se preparaba para dejar a Sus discípulos, les dio un encargo que debe haberles infundido confianza:
“…sabéis las cosas que debéis hacer en mi iglesia; pues las obras que me habéis visto hacer, ésas también las haréis…
“Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy” (3 Nefi 27:21, 27).
Jesús nos invitó a que llegásemos a ser como Él, y uno de Sus mayores atributos es Su habilidad de enseñar. Él es el Maestro de maestros. Para llegar a ser como Él, nosotros también tenemos que llegar a ser maestros más amorosos y capaces de cambiar vidas, no sólo en la Iglesia, sino también en nuestro hogar. Para llegar a ser como Él, debemos tener en nuestro corazón el ferviente deseo de enseñar como Él enseñó.
Preguntas e invitaciones
Jesús solía enseñar por medio de preguntas e invitaciones. Consideremos un ejemplo de la época que pasó con Sus discípulos en el continente americano. En una ocasión, cuando estaban orando, el Salvador apareció y mediante una pregunta introductoria les hizo una invitación: “¿Qué queréis que os dé?” (3 Nefi 27:2). ¿Cómo responderían si el Salvador les hiciera esa pregunta?
Los discípulos respondieron: “…Señor, deseamos que nos digas el nombre por el cual hemos de llamar esta iglesia; porque hay disputas entre el pueblo concernientes a este asunto” (3 Nefi 27:3).
Cristo respondió la pregunta de ellos con otra Suya: “¿No han leído las Escrituras que dicen que debéis tomar sobre vosotros el nombre de Cristo, que es mi nombre?” (3 Nefi 27:5). Esta pregunta les recordó a Sus discípulos que debían esforzarse por responder sus propias preguntas, y que en las Escrituras podían encontrar respuestas a muchas de ellas.
Entonces, para concluir, les recordó la importancia de Su nombre. Sus palabras los invitaban a actuar y les prometían una bendición: “…y el que tome sobre sí mi nombre, y persevere hasta el fin, éste se salvará en el postrer día” (3 Nefi 27:6).
Un modelo de enseñanza
En esos breves versículos, Jesucristo nos impartió un modelo divino de enseñanza. Empezó con una pregunta que invitaba a la reflexión con el objeto de discernir las necesidades de Sus discípulos; después esperó sus respuestas y las escuchó.
Una vez que los discípulos contestaron, los ayudó a encontrar lo que buscaban dirigiéndolos a las Escrituras.
Por último, extendió dos invitaciones y prometió una bendición maravillosa a los que estuvieran dispuestos a actuar de acuerdo con ellas. El método de enseñanza que Cristo usó en esa ocasión se podría sintetizar en estos cinco principios:
1. Hagan preguntas eficaces.
El Salvador preguntó: “¿Qué queréis que os dé?”. Esta pregunta da lugar a una variedad de respuestas. Al hacer tales preguntas, ayudamos a los alumnos a expresar lo que desean aprender, y los ayudamos a concentrarse en las cosas de mayor importancia; los hacemos tomar parte en un aprendizaje activo.
2. Escuchen a sus alumnos.
Jesucristo escuchó cuando dijeron: “Señor, deseamos que nos digas el nombre por el cual hemos de llamar esta iglesia”. Al escuchar con atención, estamos mejor preparados para enfocarnos en las necesidades de nuestros alumnos.
3. Utilicen las Escrituras.
Cristo les recordó a Sus discípulos: “¿No han leído las Escrituras que dicen que debéis tomar sobre vosotros el nombre de Cristo, que es mi nombre?”. Tanto el maestro como el alumno deben pasar tiempo escudriñando las Escrituras al preparar lecciones. El estudio de las Escrituras es una parte clave de la preparación espiritual del maestro así como la del alumno.
4. Inviten a los alumnos a actuar.
El Señor invitó a Sus discípulos a (1) tomar Su nombre sobre sí y (2) a perseverar hasta el fin. En Predicad Mi Evangelio dice: “Muy rara vez debe usted hablar a las personas o enseñarles sin invitarlas a hacer algo que fortalezca su fe en Cristo”1. Ése es un buen consejo no sólo para los misioneros, sino para todos los maestros del Evangelio.
5. Recuerden a sus alumnos las bendiciones que se prometen al ser obedientes.
Por último, Jesucristo prometió a Sus discípulos que quienes actuaran de acuerdo con Sus invitaciones “se [salvarían] en el postrer día”. Con frecuencia, Cristo nos promete Sus más ricas bendiciones como recompensa a nuestra obediencia (véase D. y C. 14:7). Como maestros de Su evangelio, podemos hacer lo mismo.
El ejemplo anterior ilustra varios métodos importantes de enseñanza que utilizó el Salvador; además de ellos, a veces enseñaba mediante parábolas o analogías. De vez en cuando, desafiaba e incluso reprendía a sus críticos; sin embargo, siempre enseñó con amor, aún a los que reprendía (véase Apocalipsis 3:19).
Amen a sus alumnos
Nosotros también debemos enseñar siempre con amor y caridad si queremos hacerlo a la manera del Salvador. El amor abre por igual el corazón del maestro y el del alumno, a fin de que “ambos [sean] edificados y se [regocijen] juntamente” (D. y C. 50:22).
Un ejemplo vívido del amor que el Salvador tiene por Sus discípulos se encuentra en 3 Nefi, donde Él ora y llora por la gente, y la bendice. Tras orar a Su Padre por ellos, los nefitas sintieron Su amor: “…nadie puede conceptuar el gozo que llenó nuestras almas cuando lo oímos rogar por nosotros al Padre” (3 Nefi 17:17).
Tan grande era Su amor, que lloró de gozo por ellos y los bendijo por su fe:
“Benditos sois a causa de vuestra fe. Y ahora he aquí, es completo mi gozo.
“Y cuando hubo dicho estas palabras, lloró” (3 Nefi 17:20–21).
Un amor grande hace posible un gran aprendizaje. En las Escrituras se registra que “la sonrisa de su faz fue sobre ellos” y “se abrieron sus corazones, y comprendieron en sus corazones…” (3 Nefi 19:25, 33).
Animen a sus alumnos a testificar
El Salvador también brindó a sus discípulos la oportunidad de compartir sus testimonios. Por ejemplo: “Y al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
“Y ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; y otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.
“Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
“Respondió Simón Pedro y dijo: ¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” (Mateo 16:13–16).
Después de que Pedro compartió su testimonio, Cristo pronunció maravillosas bendiciones sobre él:
“Bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.
“Mas yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
“Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16:17–19).
En nuestro esfuerzo por llegar a ser verdaderos maestros, con frecuencia también haremos preguntas que motiven a los alumnos a compartir su testimonio, tanto verbalmente como en su corazón; los invitaremos a procurar tener experiencias personales que edifiquen su testimonio en la vida cotidiana; y después, si el ambiente del salón de clases o del hogar es propicio para el Espíritu, ellos se sentirán cómodos de compartir unos con otros sus experiencias espirituales y testimonio.
Vivan lo que enseñan
Jesucristo exhortó a los demás a hacer lo que Él hizo (véase 3 Nefi 27:21) —a fin de seguirlo (véase Mateo 4:19). Él vivía lo que enseñaba y, por tanto, enseñaba por medio del ejemplo.
Para enseñar a prestar servicio, prestó servicio. ¡Qué gran lección debió haber sido para Sus discípulos cuando Él les lavó los pies! “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros.
“Porque ejemplo os he dado, para que así como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13:14–15).
Para enseñar a amar, Él amó. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros” (Juan 13:34).
Para enseñar a orar, Él oró. Después de hacer oraciones tan personales y sublimes que no se pueden registrar, Él dijo: “Y así como he orado entre vosotros, así oraréis en mi iglesia… He aquí, yo soy la luz; yo os he dado el ejemplo” (3 Nefi 18:16).
Jesucristo ha establecido un modelo para todos los maestros del Evangelio que deseen enseñar a Su manera. Aunque no seamos perfectos como Él, podemos esforzarnos diligentemente por vivir de acuerdo con lo que enseñamos. Como dice la letra de la canción de los niños, los maestros deberían ser capaces de decir: “Hazlo conmigo, sigue, sígueme”2.
Enseñar a la manera del Salvador
Se invita a todos los maestros del Evangelio a que adopten los siguientes principios fundamentales, los cuales reflejan el modo en que el Salvador enseñó:
1. Amen a quienes enseñan.
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Dediquen atención a cada persona.
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Concéntrense en las necesidades de sus alumnos.
2. Prepárense espiritualmente.
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Vivan de acuerdo con lo que enseñan.
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Estén al tanto de los recursos disponibles.
3. Enseñen mediante el Espíritu.
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Ayuden a sus alumnos a reconocer al Espíritu.
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Sean maestros dóciles a quienes se les pueda enseñar.
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Creen un ambiente propicio para aprender.
4. Descubran el Evangelio juntos.
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Establezcan altas expectativas.
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Alienten a sus alumnos a testificar.
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Hagan preguntas eficaces.
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Escuchen a sus alumnos.
5. Enseñen la doctrina.
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Utilicen las Escrituras.
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Utilicen historias y ejemplos.
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Prometan bendiciones y testifiquen.
6. Inviten a los alumnos a actuar
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Ayuden a sus alumnos a practicar.
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Den seguimiento a las invitaciones que extiendan.
Al aplicar estos principios, llegaremos a ser mejores maestros, mejores alumnos, mejores padres y mejores discípulos de Jesucristo, ya que Él nos ha mandado: “que os enseñéis” “diligentemente”, de manera que “todos sean edificados de todos” (D. y C. 88:77, 78, 122). Rogamos que las personas a quienes enseñamos vislumbren una porción del verdadero Maestro en nosotros y que a raíz de esa experiencia no sólo salgan informados, sino transformados.