Voces de los Santos de los Últimos Días
UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD
Nombre omitido
Bob y yo nos quedamos dentro de la patrulla a la espera de una señal de movimiento en la calle. Habíamos comenzado la vigilancia dos horas antes, después de localizar el auto que se había mencionado en una alerta por la radio de la policía.
“Asalto a mano armada”, se había dicho en la alerta. “Dos hombres armados; se les acaba de ver en un coche color naranja. Testigos dicen que son violentos y están dispuestos a disparar”.
La zona se había visto afectada recientemente por una ola de asaltos a mano armada, pero, a pesar de nuestros esfuerzos, los ladrones se habían escapado una y otra vez. Esos pensamientos me pasaron por la mente en cuanto vi salir a dos siluetas de una casa en la oscuridad de la calle y meterse en el coche naranja. Ahora venían en nuestra dirección.
“Solicito unidad de refuerzo”, dije. “Los sospechosos se dirigen hacia el norte de donde nos encontramos”.
Nuestros refuerzos, dos detectives vestidos de civil que iban en un auto particular, se pusieron adelante del coche naranja mientras Bob y yo lo seguíamos. Cuando los tres vehículos entramos en un puente, nuestros refuerzos repentinamente se detuvieron frente al coche naranja bloqueándolo y nosotros nos detuvimos detrás para cerrarles el paso. Casi de inmediato, el coche se detuvo y las dos siluetas se agacharon de manera que no las veíamos.
“¡Salgan del coche con las manos sobre la cabeza!”, les ordené después de salir de la patrulla. No hubo respuesta.
Alerta y listo para disparar, nuevamente les ordené: “Salgan del auto con las manos sobre la cabeza. ¡Háganlo ahora!”.
De repente, el conductor se levantó y se volteó hacia mí. Vi que en la mano tenía un objeto niquelado que destellaba.
Mi entrenamiento de policía y el sentido común me dictaban que apretara el gatillo para salvar mi vida. No obstante, en medio de la tensión del momento, escuché una voz; era apacible, pero con autoridad y poder: “¡No dispares!”.
Pensé que me dispararían en cualquier instante, pero esperé a que alguien del coche disparara primero. En lugar de ello, el conductor levantó las manos, pasó por encima de la cabeza lo que parecía una pistola y puso las manos en el regazo.
“¡Quieto!”, dije, mientras corría hacia el auto. “¡No se mueva!”.
El momento parecía ser de una serie de televisión, hasta que me di cuenta que los delincuentes del coche eran en realidad dos jóvenes asustadas. Lo que había pensado que era una pistola era en realidad la hebilla del cinturón de seguridad.
Pronto nos enteramos de que las chicas les habían prestado el auto a sus novios y no tenían idea del tipo de personas que ellos eran.
“¡Pensé que te matarían, Cal!”, me dijo Bob después. “Estuve a punto de disparar, pero no sé por qué no lo hice”.
Los detectives que iban en el vehículo civil dijeron lo mismo; solamente yo había escuchado la voz. Sé que solo el poder del cielo pudo haber salvado a esas jóvenes de morir e impedido que cuatro oficiales de policía cometieran un error trágico. Esa experiencia me dio la certeza de que nuestro Padre Celestial puede intervenir en nuestro beneficio y que lo hará.