El viejo álbum familiar: El poder de las historias familiares
La autora vive en Nueva York, EE. UU.
El legado de mis antepasados perdura en mí, influyendo continuamente en mi vida para bien.
Una mañana de verano antes de la Segunda Guerra Mundial, mi bisabuelo se despertó como siempre lo hacía, antes del amanecer. Salió de su casa y se dirigió a una colina desde la que se apreciaba un valle verde y su pueblo en Rumania, y se sentó en el pasto cubierto por el rocío de la mañana, profundamente ensimismado en sus pensamientos, los mismos que tenía desde hacía tiempo. Era un hombre culto que tenía un gran corazón y una mente inquisitiva, y toda la gente del pueblo lo quería y lo respetaba.
Después de que salió el sol, volvió a casa y le confesó a su esposa que había tenido la curiosidad de ver cómo sería su funeral y que deseaba realizar un ensayo general de su funeral. Fijó la fecha, compró el ataúd, contrató al sacerdote y a los dolientes profesionales y consiguió todos los demás artículos que requería la tradición griega ortodoxa. Entonces llegó el día del ensayo general del funeral. Se colocaron mesas en medio del pueblo para el banquete tradicional, los familiares estaban vestidos de negro, llegó el sacerdote, mi bisabuelo estaba acostado en el ataúd, acomodando la almohada para tener una vista cómoda y comenzó la procesión fúnebre. Al concluir la ceremonia, se invitó a todo el pueblo al banquete, y mi bisabuelo realizó el sueño de bailar en su propio funeral. Vivió otros 20 años, y con frecuencia comprobaba si aún cabía en su ataúd.
No solo nombres y fechas
Nunca conocí a mi bisabuelo, pero de las historias que me transmitieron mis abuelos, la de él siempre ha sido mi preferida. Todos los días mis abuelos nos contaban a mis hermanos y a mí relatos de nuestros antepasados: de dónde venían, cómo eran, sus valores, sueños y esperanzas. Cada domingo después de comer, mis abuelos sacaban el álbum familiar y, con cada vuelta de página, los relatos cobraban vida y los corazones se entrelazaban en un tapiz de amor que abarca seis generaciones. No eran solo viejas fotografías con nombres y fechas garabateados en el reverso. Detrás de cada rostro había un padre o una madre, un hijo o una hija, un hermano o una hermana, y de esa manera me transmitieron su legado, junto con otras tradiciones familiares.
Fortaleza en tiempos de pruebas
Para cuando yo tenía 19 años, mis padres y la mayoría de mis familiares más cercanos habían muerto, y muchas de las posesiones que yo había heredado se habían perdido o las habían robado. Sin embargo, hay algo que ni el tiempo, los desastres naturales ni aun la muerte podrán destruir: el puente que abarca el pasado, el presente y el futuro que construyeron cada uno de los miembros de mi familia. Gracias a su diligencia, el lazo que ata los corazones de mi familia me ha dado fortaleza para superar circunstancias difíciles.
Cuando mis padres y mis abuelos murieron, sentí un pesar tan profundo que me preguntaba si tendría la fuerza para seguir adelante. Tuve la bendición de sentir su influencia desde el otro lado del velo, y eso me ayudó a obtener un fuerte testimonio del Plan de Salvación, de la vida después de la muerte y, más tarde, de las ordenanzas del templo que son tan necesarias para nuestra salvación. Nunca conocí a mis bisabuelos ni a la mayoría de mis tías y tíos, pero cada vez que veo el viejo álbum familiar con sus fotografías, me veo a mí misma en sus ojos. Soy quien soy gracias a aquellos que vinieron antes de mí; sus experiencias y sabiduría han servido para moldear mi carácter y me han guiado en la vida.
Uno de los dones más grandes que mi familia me dio desde mi niñez es el conocimiento de mi historia familiar y la convicción de que soy el eslabón entre el pasado y el futuro. Sé además que vine a la Tierra para vivir mi propia historia: para explorarla, experimentarla y atesorarla. Este conocimiento de mi historia familiar es lo que me sostiene en todas las pruebas de la vida.
A menudo pienso en mi familia que está al otro lado del velo y en los sacrificios que hicieron por mí para que tuviera una vida mejor. Pienso en las ordenanzas del templo que algún día nos permitirán estar nuevamente juntos como familia. Y pienso en la expiación de mi Salvador, quien hizo todo esto posible. Él pagó el precio para que pudiésemos vivir. Por esta razón lo amamos y lo adoramos con gratitud hoy y para siempre.