“Mártires que guardaron la fe”, Liahona, abril de 2022.
Relatos de Santos, tomo III
Mártires que guardaron la fe
En el verano de 1915, Rafael Monroy servía como presidente de una rama de unos cuarenta santos en San Marcos, Hidalgo, México. El 17 de julio, un grupo de tropas rebeldes invadieron el pueblo, instalaron un cuartel general en una gran casa en el centro del pueblo y exigieron que Rafael, un ganadero próspero, les proporcionara carne de res 1 .
Con la esperanza de apaciguar a las tropas, Rafael les dio una vaca para que la mataran 2 . Después de que Rafael entregó la vaca, algunos de sus vecinos comenzaron a hablar con los rebeldes. Uno de los vecinos, Andrés Reyes, no estaba contento con el número creciente de santos en la región. Muchos mexicanos se oponían a las influencias extranjeras en su país, y Andrés y otras personas del pueblo estaban molestos con los Monroy por abandonar su fe católica y unirse a una iglesia que estaba muy relacionada con los Estados Unidos 3 .
Al escuchar eso, los soldados siguieron a Rafael de regreso a su casa y lo arrestaron justo cuando se iba a sentar a desayunar. Le ordenaron que abriera la tienda de la familia, afirmando que él y su cuñado estadounidense eran coroneles del ejército carrancista y que escondían armas para usarlas en contra de los zapatistas.
En la tienda, Rafael y las tropas encontraron a Vicente Morales, otro miembro de la Iglesia, que estaba haciendo diversos trabajos. Creyendo que Vicente también era un soldado carrancista, las tropas lo arrestaron y comenzaron a saquear la tienda mientras buscaban las armas. Rafael y Vicente declararon su inocencia y aseguraron a las tropas que no eran enemigos.
Los soldados no los creyeron. “Si no nos dan sus armas —dijeron—, los colgaremos del árbol más alto”.
Los soldados llevaron a los dos hombres a un árbol alto y colgaron cuerdas en sus fuertes ramas. Luego les pusieron sogas alrededor del cuello. Si Rafael y Vicente abandonaban su religión y se unían a los zapatistas, dijeron los soldados, serían puestos en libertad.
“Mi religión es más preciada para mí que mi vida y no puedo abandonarla”, dijo Rafael.
Los soldados tiraron de las cuerdas hasta que Rafael y Vicente colgaron del cuello y perdieron el conocimiento. Entonces los rebeldes soltaron las cuerdas, reanimaron a los hombres y continuaron torturándolos 4 .
En la tienda, los rebeldes continuaban buscando las armas. Jesusita y Guadalupe, la madre y la esposa de Rafael, insistían en que no había armas. “¡Mi hijo es un hombre pacífico!”, dijo Jesusita. “Si no lo fuera, ¿creen que lo habrían encontrado en su casa?”. Cuando los soldados exigieron nuevamente ver las armas de la familia, los Monroy les dieron ejemplares del Libro de Mormón y de la Biblia.
“Estos no son armas”, dijeron los rebeldes.
Cuando llegó la tarde, los zapatistas se habían llevado a Rafael y a Vicente al cuartel general, donde también tenían a las hermanas de Rafael: Jovita, Lupe y Natalia. Lupe estaba conmocionada por el aspecto de Rafael. “Rafa, tienes sangre en el cuello”, le dijo ella. Rafael caminó a un lavabo que estaba en la habitación y se lavó la cara. A pesar de todo lo que había ocurrido, él se veía tranquilo y no parecía estar enojado.
Más tarde, Jesusita les llevó comida a sus hijos. Antes de que se marchara, Rafael le dio una carta que había escrito a un capitán zapatista que conocía, en la que le pedía ayuda para demostrar su inocencia. Jesusita tomó la carta y fue a buscar al capitán. Los Monroy y Vicente bendijeron los alimentos, pero antes de que pudieran comerlos, escucharon el ruido de pasos y armas fuera de la puerta. Los soldados llamaron a Rafael y a Vicente, y los dos hombres salieron de la habitación. En la puerta, Rafael le pidió a Natalia que fuera con él, pero los guardias la empujaron adentro.
Las hermanas se miraron unas a otras, con el corazón acelerado, y se quedaron en silencio. En eso, el sonido de disparos interrumpió el silencio de la noche 5 .
La noche de la invasión de San Marcos por los zapatistas, Jesusita de Monroy estaba de camino para hablar con un líder rebelde, con la esperanza de que él pudiera ayudarla a liberar a sus hijos encarcelados, cuando escuchó los fatídicos disparos. Al regresar rápidamente a la prisión, encontró muertos a su hijo Rafael y a Vicente Morales, también Santo de los Últimos Días, víctimas de las balas rebeldes.
Un año después de la muerte de su hijo, Jesusita aún vivía en San Marcos. El primer domingo de julio de 1916, los santos llevaron a cabo una reunión de testimonios y cada miembro de la rama dio testimonio del Evangelio y de la esperanza que les infundía. Y el 17 de julio, en el aniversario de los asesinatos, se reunieron nuevamente para recordar a los mártires. Cantaron un himno sobre la segunda venida de Jesucristo y Casimiro Gutiérrez leyó un capítulo del Nuevo Testamento. Otro miembro de la rama comparó a Rafael y a Vicente con el mártir Esteban, que murió por su testimonio de Cristo 6 .
Jesusita siguió siendo un pilar de fe para su familia. “Nuestros pesares han sido gravosos”, le aseguró al presidente Pratt, “pero nuestra fe es fuerte y nunca abandonaremos esta religión” 7 .