Darme cuenta de que hay luz en mi interior me ayudó a reconocer la luz que me rodea.
El año pasado experimenté un aumento de ansiedad y depresión. Aunque siempre he tenido dificultades de salud mental, esta vez fue mucho peor. Finalmente busqué ayuda médica, pero una parte esencial de mi sanación también se centró en acudir a mi Salvador.
Al orar para pedir alivio, me sentí inspirada a buscar la luz en el mundo que me rodeaba. Hice lo mejor que pude. Hubo ocasiones en las que sentí que la luz que encontraba era un destello que se apagaba rápidamente. Muchas veces, imaginaba que me quedaba en la oscuridad esperando el siguiente amanecer, sabiendo que su resplandor se desvanecería otra vez por la noche. Sentía que la luz era fugaz y temporal.
Luego de sentirme así por meses, acudió a mí un profundo pensamiento: “Hay luz en mi interior”. En Doctrina y Convenios 88:13 se enseña que la luz de Cristo está “en todas las cosas” (véase también el versículo 7). No tengo que perseguir cada día los rayos de luz que se desvanecen. Puedo llevar la luz conmigo en todo momento.
Comencé a verme a mí misma como alguien que comparte una parte de la luz divina de mi Padre Celestial y de Jesucristo, y me di cuenta de que tenía acceso a una luz que nunca se apaga. Al acudir a mi Salvador, descubrí por mí misma que “[d]ebido a que el universo está lleno de la luz de Cristo, podemos aprender, progresar y crecer espiritualmente”1.
Cuando pienso en la luz de Cristo, me atrae la idea de que todos tenemos la capacidad de aumentar la luz que ya llevamos dentro de nosotros y de que podemos inspirar a los demás a hacer lo mismo.