Ningún lugar donde aterrizar
En enero de 1951 vivíamos en Fairbanks, Alaska, a sólo 160 km al sur del Círculo Polar Ártico. Yo era piloto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y se me asignó ir a Nome, Alaska, por dos semanas para transportar cargamento a varias localidades.
Durante la época de invierno en Alaska, la luz del día dura muy poco, por lo que las actividades que se tenían que realizar a la luz del día se debían llevar a cabo en un corto periodo de tiempo cuando el sol ya se asomaba por el horizonte. En enero había poco menos de una hora de luz al mediodía. Yo transportaba un cargamento a una pequeña estación militar en Gambell, una aldea indígena de la isla de Saint Lawrence, a sólo unos cuantos kilómetros de la Península Chukchi, de Siberia, y cerca de 320 km a través del mar de Bering desde Nome.
La isla de Saint Lawrence no contaba con una pista de aterrizaje en esa época, por lo que usábamos un lago congelado cerca de la costa. Con una capa de 48 cm de hielo sobre el lago, era seguro aterrizar allí un avión de transporte C47 con su carga; pero no había alumbrado disponible, así que planeamos nuestra llegada para el amanecer, alrededor de las 11:30 a.m., y nuestra salida antes del atardecer a las 12:30 p.m., una hora después.
El meteorólogo me había asegurado que el pronóstico para todo el día era bueno, por lo que decidí llevar menos de un tanque de gasolina para transportar así otros 450 kg de cargamento para los soldados ubicados en Gambell. Teníamos suficiente combustible para llevarnos hasta Gambell y de regreso a Nome, y lo suficiente como para volar 30 minutos más.
Partimos a las 10:00 a.m. Se divisaban algunas estrellas entre las dispersas nubes. Llegamos a Gambell a tiempo —justo cuando el sol del Ártico Polar se asomaba por el horizonte—, aterrizamos y comenzamos a bajar el cargamento ante la alegría de las tropas.
Cuando nos encontrábamos listos para partir nuevamente, comenzaba a oscurecer. Y justo cuando habíamos despegado, recibimos una llamada urgente de la estación meteorológica de Gambell que nos informaba que debíamos averiguar la condición del tiempo en Nome. Mientras volábamos, llamamos por la radio a Nome y descubrimos que se aproximaba una tormenta ártica. En menos de una hora se esperaban nubes a nivel del suelo con una visibilidad de menos de 1.6 km El aeropuerto de Nome no contaba con un sistema de instrumentación de radar para aterrizajes y el aeropuerto canceló los aterrizajes debido a esas condiciones. Con combustible suficiente para sólo media hora más de vuelo, no podríamos llegar a otro aeropuerto; y de todas formas, con la gran tormenta que se aproximaba rápidamente, no habría aeropuertos al norte de Alaska donde aterrizar.
De más está decir que nos encontrábamos en una situación precaria. Como la temperatura en el exterior era de -40° C, con ráfagas de hasta 55 km/h, cualquier intento de saltar con paracaídas habría significado casi una muerte instantánea.
Desde niño se me enseñó a orar y siempre había hecho mis oraciones diarias, pero ese día más que nunca necesitaba la ayuda del Señor. Le pedí a mi Padre Celestial que me indicara lo que debía hacer. En Fairbanks tenía a mi esposa y a mis tres hijos, y mi copiloto y el jefe de personal de vuelo también tenían familia. Sabíamos que nunca más veríamos a nuestras familias a menos que nuestro Padre Celestial nos ayudara. Después de orar y de volar durante casi una hora, sentí que debía aterrizar en algún lugar cercano al aeropuerto de Nome para que quizás alguien nos encontrara si sobrevivíamos un aterrizaje forzoso.
Nome había dado aviso por la radio al Comando Aéreo de Alaska del aprieto en el que nos encontrábamos, el que respondió solicitando información urgente en cuanto a cuáles eran mis intenciones. Cuando informé a Nome que aterrizaría allí, ellos respondieron rápidamente que sería imposible hacerlo debido a las condiciones existentes del tiempo, pero no se nos ofreció otra alternativa.
Al acercarnos a Nome, le dije al operador de la radio que intentaríamos, cuantas veces pudiéramos, descender lo más posible, según lo permitiera el combustible que nos quedaba, para ver si encontrábamos un claro entre las nubes. Hicimos tres intentos, pero no vimos más que la nieve que impedía nuestra visibilidad. En nuestro cuarto intento, en una fracción de segundos vi una luz roja. Luego, al acercarnos a una altitud mínima, en otra fracción vi una luz blanca frente a mí; duró justo lo suficiente para que yo me alineara en dirección del lugar donde la había visto. Estaba casi seguro de que me encontraba sobre el campo de aterrizaje, pero no sabía el lugar exacto.
Sabía que era ahora o nunca. Supuse que nos estrellaríamos y que posiblemente habría una explosión. Sin embargo, el avión aterrizó en medio de la pista y se detuvo sin complicación alguna.
Las posibilidades de que ocurriera tal aterrizaje eran nulas. No había forma de haber aterrizado como lo hice sin la ayuda del Señor. ¿Cómo me ayudó Él? Primero, me hizo saber dónde realizar los intentos de aterrizaje a pesar de las objeciones que recibimos desde tierra. Segundo, por medio de un proceso que desconozco, Él me guió hasta la pista de aterrizaje.
Tengo un testimonio del poder de la oración. No hay nada imposible para el Señor. Yo sé que Él nos ayudará si lo buscamos sinceramente y nos esforzamos por ser obedientes a Sus enseñanzas.
Kenneth B. Smith es miembro del Barrio Morningside 5, St. George, Estaca Morningside, Utah.