¡No abras la puerta!
Era una noche helada; la nieve caía tupida y rápidamente. Me sentía calentita y segura en nuestro hogar, y nuestros tres hijos dormían profundamente. Mi esposo se encontraba en la capilla en una reunión de obispado a unos 8 km de distancia. Alrededor de las 8:30, inesperadamente alguien llamó a la puerta. De inmediato sentí la fuerte impresión de que no debía abrir la puerta. Nunca antes había sentido una advertencia de peligro con tal certeza.
Al preguntar quién llamaba a la puerta, me quedé anonadada al escuchar que era la voz del hermano de mi esposo la que respondió a mi pregunta. Michael es el único hermano de mi esposo; es miembro de la Iglesia y vive a 110 km de distancia. Manteníamos una buena relación con él y su visita no me sorprendía. Quizá pensaba quedarse durante algunos días, como lo había hecho muchas veces antes. Ni siquiera me sorprendía que no hubiera llamado antes, porque las líneas telefónicas no funcionaban debido al mal tiempo. Debía sentirme aliviada y más segura, y hubiera sido algo normal dejarlo entrar a nuestra casa en una noche fría de invierno como ésa.
No podía entender el sentimiento tan fuerte que me acogía ni por qué le pedí que fuera hasta la capilla para reunirse con mi esposo. Después de un momento de pasmoso silencio, mi cuñado explicó de forma extraña que había viajado en tren, después había tomado el autobús hasta nuestra casa y que ahora la nieve se hacía cada vez más profunda.
Seguía sintiendo la fuerte impresión de que, por ninguna razón, debía abrir la puerta. Tranquilamente le expliqué que lo sentía y volví a repetirle que fuera a la capilla y que allí se reuniera con mi esposo.
Durante el resto de la noche estuve meditando en cuanto a lo que había hecho. Pobre Michael, había viajado durante varias horas en tren y en autobús, y yo no le había permitido la entrada durante esa fría noche de invierno. ¿Cómo pude haber sido tan indiferente? Pero a la vez, no podía negar el firme sentimiento de que yo estaba en peligro y que no debía abrir la puerta.
Ya era noche y yo estaba casi dormida cuando mi esposo volvió a casa. Hablamos brevemente de lo acontecido; mi esposo me confirmó que se había reunido con su hermano y que ahora se encontraba durmiendo en la planta baja. Dejé de sentir miedo y dormí profundamente.
A la mañana siguiente, me pregunté cómo podría explicarle a Michael mi modo de proceder. ¿Se enojaría conmigo? Respiré profundamente y caminé hacia la cocina para preparar el desayuno. “Michael, en cuanto a lo de anoche…”, comencé a explicar, pero me detuve al ver que en vez de estar molesto, estaba sonriendo.
“Me alegro que no nos hayas dejado entrar anoche”, dijo. Fue en ese momento que me di cuenta de que él no había estado solo. Continuó diciendo que en el tren se había encontrado con Steve, un viejo amigo de la escuela, y que le había llevado tiempo darse cuenta de que Steve se encontraba bajo la influencia de drogas. Cuando eso sucedió, Michael ya le había dicho a dónde se dirigía. En el trayecto, Steve se tornó cada vez más agresivo. Dijo que necesitaba con urgencia dinero y un lugar donde dormir. Acompañó a Michael por la fuerza hasta nuestra casa teniendo, como lo describió mi cuñado, “la peor de las intenciones”.
“Como te das cuenta”, dijo Michael, “me encontraba frente a la puerta orando para que no nos dejaras entrar. Cuando comenzamos a hacer ese largo viaje hasta la capilla, Steve perdió el interés y dijo que iría a buscar un poco de ‘acción’ en algún otro lugar”.
Nunca sabré lo que le pudo haber ocurrido a nuestra familia ni a mí aquella noche de invierno; simplemente estaré eternamente agradecida de haber aprendido una de las lecciones más valiosas aquí en la tierra: la de obedecer los susurros del Santo Espíritu. Aun cuando parezca que no existe una razón lógica para ello, seremos protegidos si confiamos en esa voz suave y apacible.
Janet Dunne es miembro del Barrio Leeds 4, Estaca Leeds, Inglaterra.