La enfermedad del corazón
Había empezado un nuevo trabajo y estaba intentando ahorrar dinero para servir en una misión. Con el paso del tiempo, se contrató a más empleados y se me asignó a capacitar a una joven más o menos de mi edad.
Resultaba evidente que a mi nueva compañera de trabajo, María (el nombre se ha cambiado), le preocupaba bastante su aspecto. Seguía la tendencia general de llevar minifalda, maquillaje oscuro y peinados atrevidos; también había adoptado malos hábitos como el fumar. A pesar de nuestras diferencias, María y yo trabajábamos bien juntas; era agradable hablar con ella y el tiempo pasaba con rapidez cuando estábamos juntas.
Un día en el trabajo me preguntó: “Raquel, ¿alguna vez sales a bailar?”. Le respondí que asistía a los bailes de mi Iglesia. Me preguntó qué iglesia era, y le expliqué que se trataba de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y que a sus miembros a menudo se les llama mormones. María me dijo que había oído hablar de los mormones, pero que no sabía nada de nuestras creencias. Me sentí ilusionada por compartir más acerca de la Iglesia con ella, y le ofrecí un ejemplar del Libro de Mormón, el que aceptó encantada.
Con el tiempo, la invité a asistir a la rama más cercana a su casa. Me sorprendió mucho que aceptara mi invitación. Quedamos en vernos en la estación de tren para ir juntas a las reuniones el domingo siguiente.
Llegó el domingo, y mientras el tren en el que iba llegaba a la estación donde nos habíamos dado cita, yo miraba atentamente por la ventana para ver si encontraba a María, mi compañera de trabajo. Para mi sorpresa, vi a una joven con una falda modesta y con un peinado y un maquillaje irreprochables y dignos de una joven Santo de los Últimos Días. ¡Pero era María!
Confieso que había dudado que estuviera allí esperándome, y también dudé de que el Evangelio produjera cambio alguno en su vida, ya fuera interno o externo.
Nos saludamos y caminamos unos 15 minutos hasta la capilla. Fuimos primero a la Sociedad de Socorro, donde María quería contestar las preguntas y participar en todo lo que la maestra nos pedía que hiciéramos. También le gustaron la Escuela Dominical y la reunión sacramental. Se la presenté a las hermanas misioneras, quienes la invitaron a recibir las charlas misionales, a lo que ella aceptó gustosa.
Poco tiempo después perdimos contacto porque ella dejó el trabajo, pero no tardé en recibir una invitación a su bautismo. Lamentándolo mucho, no pude asistir, y perdimos contacto otra vez.
Después de servir durante nueve meses en la Misión Argentina Mendoza, leí en las páginas locales de la revista Liahona que María estaba sirviendo en la Misión Argentina Resistencia. Comencé a saltar de alegría y le escribí de inmediato.
En su respuesta me contó de su preparación para la misión. Sus padres no la habían apoyado en su deseo de unirse a la Iglesia, pero aún así, ella asistió a la Iglesia y a las clases de instituto y sacrificó mucho para servir en una misión.
Ya han pasado muchos años, y María y yo nos hemos visto otra vez; ella es obrera del Templo de Buenos Aires, Argentina, y disfruta del amor de su esposo y de sus hijos; vive el Evangelio e irradia su luz. Su aspecto actual refleja todo lo que lleva en el corazón; y aunque ella no lo sabe, no sólo me ha brindado recuerdos muy especiales, sino que también me ha enseñado un gran principio: que el Evangelio es para todos. Como miembros de la Iglesia, no debemos abstenernos de compartir nuestro testimonio simplemente porque, a nuestro juicio, el aspecto de la persona indique que rechazará nuestro mensaje.
Ahora, cuando pienso en María, me viene a la mente 1 Samuel 16:7: “…No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura… porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”. Nuestro Padre Celestial conoce el corazón de Sus hijos, y para Él, el corazón es lo que importa.