Expulsados de la escuela
“Bienaventurados seréis cuando los hombres… os aparten de sí, y os vituperen… por causa del Hijo del Hombre” (Lucas 6:22).
Cuando Karl se despertó, salió de la cama de un salto. Por lo general, le gustaba quedarse acurrucado en la cama hasta que su mamá lo llamara a desayunar, pero hoy era un día especial: hoy empezaría la escuela. Karl estaba ansioso por aprender a leer y a escribir; y su amiguito Joey también iba a empezar la escuela.
Karl se puso camisa y pantalones limpios, se alisó el pelo con agua del pozo y después agarró la bolsa de la merienda que su madre le había preparado. Caminó con mucho cuidado a lo largo del camino de tierra para no raspar los zapatos. Al llegar a la cabaña de un cuarto que servía de escuela, se deslizó en su asiento al lado de Joey.
El maestro era un hombre de apariencia severa, con cejas muy pobladas. Les pidió a los alumnos, clase por clase, que pasaran al frente y que recitaran la lección. Karl repasó el libro de texto para no cometer ningún error, y después de unos momentos, podía leer: “B-a, ba, b-e, be, b-i, bi, b-o, bo, b-u, bu”.
A la hora de la comida, él y Joey comieron junto al arroyo que corría cerca de la escuela y jugaron con los otros niños hasta que el maestro tocó la campana y los llamó para que entraran. Un vez que todos los niños hubieron tomado asiento, el maestro dijo dos nombres: “Karl Rytting y Joseph Hoagland, pasen al frente, por favor”.
Karl sintió como si tuviera un nudo en el estómago. No había tenido tiempo de estudiar sus lecciones de la tarde. ¿Y si se equivocaba? Pero cuando él y Joey llegaron al frente del salón, el maestro les hizo una sola pregunta: “Alguien me ha dicho que ustedes son mormones”, afirmó, “¿es cierto?”.
A Karl se le secó la boca y las rodillas le temblaban, pero, mirando fijamente al maestro, contestó: “Sí, es cierto”. Joey hizo lo mismo.
“Tendrán que irse a su casa; en nuestra escuela no permitimos que haya mormones”.
Karl trató de contener las lágrimas mientras recogía su chaqueta y la merienda, pero cuando él y Joey iban por el polvoriento camino, empezó a llorar.
Joey no tardó en dar vuelta por el sendero que conducía hasta su casa, y Karl siguió hacia la suya. Cuando abrió la puerta, su madre preguntó: “Karl, ¿qué pasa? ¿Por qué has vuelto de la escuela tan temprano? ¿Estás enfermo?”.
“No, mamá”, contestó Karl. “El maestro dijo que Joey y yo no podemos ir a la escuela porque somos mormones”. Sentía que se le iban a salir las lágrimas otra vez.
“Ay, Karl, cuánto lo siento”, dijo su madre, al momento que lo abrazaba. “Cuando nos bautizamos, sabíamos que algunas personas no lo entenderían; pero el Evangelio de Jesucristo vale cualquier cosa que tengamos que sacrificar”.
“Lo sé”, dijo Karl, que sollozaba sobre el regazo de su madre.
Entonces se oyó una voz desde el rincón de la habitación; era el abuelo Jansson, quien hacía dos años había llevado por primera vez a los misioneros a su hogar. “Aún puedes aprender a leer, si es lo que quieres hacer”, dijo.
“¿Cómo puedo aprender a leer si no me permiten ir a la escuela?”, preguntó Karl.
El abuelo Jansson sonrió. “Yo te enseñaré”, dijo. “Leeremos la Biblia juntos; ¿te gustaría?”
“Me encantaría”.
El abuelo abrió la Biblia y le hizo una señal a Karl para que se colocara a un lado de su silla. Con el dedo señalaba las palabras a medida que las pronunciaba: “En el principio era el Verbo” (Juan 1:1).
“En el principio era el Verbo”, repetía Karl, fijándose en las letras. Después de todo, era un buen comienzo.
Su misión a Suecia
Karl Frederick Rytting se mudó a Utah con su familia en 1880. Trece años más tarde, regresó a Suecia como misionero y se encontró con su viejo amigo Joey, que en ese entonces era el élder Hoagland.
Esos primeros estudios que Karl realizó con su abuelo le sirvieron mucho en la misión. En una ocasión, fue arrestado y llevado ante un arzobispo y doce obispos de la iglesia nacional; lo interrogaron hasta que uno de los obispos dijo que era inútil tratar de engañarlo, ya que era “obvio que se sabía la Biblia de memoria”.
“Ustedes… van a necesitar mucha valentía: valentía para enfrentarse a la presión de los amigos, para resistir la tentación, para soportar el ridículo o el ostracismo, para defender la verdad”.
Presidente James E. Faust, Segundo Consejero de la Primera Presidencia, “Las virtudes de las hijas rectas de Dios”, Liahona, mayo de 2003, pág. 110.