Mensaje de la Primera Presidencia
Cómo hallamos fortaleza por medio de la obediencia
En nuestro mundo de hoy, lo que más se hace destacar es la juventud; todos quieren tener aspecto joven, sentirse jóvenes y ser jóvenes. Por cierto que anualmente se gastan enormes sumas de dinero en productos que la gente espera les restaure una apariencia juvenil. Podemos muy bien preguntarnos si esa búsqueda de juventud es algo nuevo de nuestros días, de nuestra generación. Todo lo que tenemos que hacer para hallar la respuesta es hojear las páginas de la historia.
Siglos atrás, en la gran era de las exploraciones, se enviaron expediciones bien equipadas y barcos con tripulaciones confiadas y aventureras que se hicieron a la mar por derroteros desconocidos en busca de la fuente de la juventud. Las leyendas que corrían en aquel tiempo prometían que en algún lugar de tierras remotas había una fuente mágica que contenía la más pura de las aguas, y que todo lo que uno tenía que hacer para recobrar la vitalidad de la juventud y perpetuarla era beber abundantemente de las aguas que emanaban de ese manantial.
Ponce de León, que navegó con Colón, hizo viajes subsiguientes de exploración, buscándola en las Bahamas y en otras regiones del Caribe con toda su confianza puesta en la leyenda de la existencia de ese elixir de la juventud. Pero sus esfuerzos, igual que los de muchos otros, no dieron lugar a tal descubrimiento porque, en el plan divino de nuestro Dios, entramos en la vida terrenal para gustar de la juventud solamente una vez.
La fuente de la verdad
Aunque no existe ninguna fuente de la juventud a la que podamos recurrir, hay otra fuente que contiene un agua más preciosa, las aguas de la vida eterna: Es la fuente de la verdad.
El poeta captó el verdadero significado de la búsqueda de la verdad cuando escribió estas líneas inmortales:
¿Qué es la verdad? Es el máximo don
que podría mortal anhelar.
En abismos buscadla, en todo rincón,
o subid a los cielos buscando ese don;
es la mira más noble que hay …
¿Qué es la verdad? Es principio y fin
y sin límites siempre será.
Aunque cielo y tierra dejaran de ser,
la verdad, la esencia de todo vivir,
Seguiría por siempre jamás1.
En mayo de 1833, en una revelación que dio por medio del profeta José Smith en Kirtland, Ohio, el Señor dijo:
“…la verdad es el conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser …
“El Espíritu de verdad es de Dios… Él [Jesús] recibió la plenitud de la verdad…
“y ningún hombre recibe la plenitud, a menos que guarde sus mandamientos.
“El que guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que es glorificado en la verdad y sabe todas las cosas”2.
En esta era de luz en que se ha restaurado la plenitud del Evangelio, ninguno de nosotros tiene porqué navegar por mares desconocidos ni viajar por rutas sin señales en busca de la fuente de la verdad, puesto que nuestro amoroso Padre Celestial nos ha marcado el curso y proporcionado un mapa infalible: ¡la obediencia!
Su palabra revelada describe vívidamente las bendiciones que trae la obediencia, y el pesar y la desolación inevitables que acompañan al viajero que se desvía hacia los senderos del pecado y del error. Samuel amonestó a una generación que estaba empapada en la tradición de sacrificar animales, diciéndoles: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”3.
Los profetas, tanto antiguos como modernos, han conocido la fortaleza que se recibe por la obediencia. Recuerden a Nefi: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado”4. O la hermosa descripción que hizo Mormón de la fortaleza que poseían los hijos de Mosíah:
“…se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sano entendimiento, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios.
“Mas eso no es todo; se habían dedicado a mucha oración y ayuno; por tanto, tenían el espíritu de profecía y el espíritu de revelación, y cuando enseñaban, lo hacían con poder y autoridad de Dios”5.
Guarden los mandamientos
El presidente David O. McKay (1873–1970), en uno de sus mensajes de apertura para los miembros de la Iglesia durante una conferencia general, nos dio una guía para nuestros tiempos de manera muy sencilla pero muy potente: “Guarden los mandamientos de Dios”6.
Ese fue el tema principal de las palabras del Salvador cuando dijo: “Porque todos los que quieran recibir una bendición de mi mano han de obedecer la ley que fue decretada para tal bendición, así como sus condiciones, según fueron instituidas desde antes de la fundación del mundo”7.
Las propias acciones del Maestro dan crédito a Sus palabras: Él demostró amor sincero por Dios llevando una vida perfecta y honrando la misión sagrada que tenía; nunca fue altivo; nunca se llenó de orgullo; nunca fue desleal. Él fue siempre humilde, siempre sincero, siempre verídico.
Aunque fue tentado por el maestro del engaño, el diablo; aunque estaba físicamente debilitado por haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches y “tuvo hambre”; sin embargo, cuando el maligno le hizo las propuestas más atractivas y tentadoras, Él nos dejó un ejemplo divino de obediencia al rehusar desviarse de lo que sabía que era correcto8.
Al enfrentar la angustia de Getsemaní, mientras soportaba un dolor tal que su sudor era como grandes gotas de sangre que caían a tierra, ejemplificó al Hijo obediente, diciendo: “Padre, si quieres pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”9.
Jesús dijo a Pedro [y a su hermano] en Galilea: “Venid en pos de mí”. A Felipe lo invitó de igual forma: “Sígueme”. Y al publicano Leví, que estaba sentado en el banco de los tributos, le llegó el mismo llamado: “Sígueme”. Incluso al que fue en Su busca, el que tenía muchas posesiones, le dijo las mismas palabras: “Ven, sígueme”10. Y esa misma voz, ese mismo Jesús, nos dice a nosotros: “Sígueme”. ¿Estamos dispuestos a obedecer?
La obediencia es un distintivo de los profetas, pero debemos darnos cuenta de que esa fuente de fortaleza está actualmente a nuestra disposición.
Un ejemplo moderno
Alguien que aprendió bien la lección de la obediencia, que encontró la fuente de la verdad, fue un hombre bondadoso y sincero, de circunstancias y medios modestos. Se había convertido a la Iglesia en Europa y, con ahorro diligente y con sacrificio, había inmigrado a Norteamérica, una nueva tierra, con un idioma extraño y costumbres diferentes, pero la misma Iglesia bajo el liderazgo del mismo Señor en quien él confiaba y al que obedecía. Lo llamaron como presidente de rama de un pequeño rebaño de santos que enfrentaba dificultades en una ciudad poco amistosa. Aunque los miembros eran pocos y las tareas muchas, él aplicó el programa de la Iglesia, dando además a los miembros de la rama un ejemplo verdaderamente cristiano; y ellos le respondieron con un amor raramente visto.
Se ganaba la vida como artesano; sus medios eran limitados, pero siempre pagó un diezmo íntegro y donaba más que eso; comenzó en su rama un fondo misional y había épocas en que durante varios meses seguidos él era el único contribuyente. Cuando había misioneros en la ciudad, se encargaba de alimentarlos y nunca salieron de su casa sin una buena donación para su obra y para su bienestar personal. Los miembros de la Iglesia provenientes de localidades distantes que pasaban por la ciudad y visitaban la rama siempre disfrutaban de su hospitalidad y de la calidez de su espíritu, y seguían su viaje sabiendo que habían conocido a un hombre singular, uno de los siervos obedientes del Señor.
Los que lo presidían recibían de su parte un profundo respeto y una atención especial. Él los consideraba emisarios del Señor, atendía a sus comodidades físicas y, al orar por ellos, lo cual era frecuente, se ocupaba particularmente de pedir por su bienestar. Algunos líderes que visitaron su rama un domingo participaron con él en más de diez oraciones durante varias reuniones y en visitas a los miembros; cuando partieron al finalizar el día, lo hicieron con un sentimiento de júbilo y de elevación espiritual que los mantuvo en ese estado de gozo durante cuatro horas de viaje en auto durante la época invernal y que ahora, después de muchos años, todavía les reconforta el espíritu y les alegra el corazón al recordar aquel día.
Hombres educados y de experiencia buscaban a aquel humilde y rústico hombre de Dios, y se contaban afortunados si podían pasar una hora con él. Tenía un aspecto sencillo, hablaba un inglés cortado y un tanto difícil de entender, y tenía una casa modesta; no poseía auto ni televisor. No escribió ningún libro, no predicaba con discursos refinados ni se destacaba en ninguna de las cosas a las que el mundo generalmente presta atención. Sin embargo, los fieles se apresuraban a llegar a su puerta. ¿Por qué? Porque deseaban beber de su fuente de verdad; apreciaban no tanto lo que él decía sino lo que hacía; no tanto el contenido de los discursos que predicaba como la fortaleza de la vida que llevaba.
El hecho de que un hombre pobre diera por lo menos el doble de la décima parte al Señor, en forma constante y gozosa, ofrecía una perspectiva más clara del verdadero significado del diezmo. El verlo ministrar al hambriento y dar refugio al extraño le hacía comprender a uno que él daba lo mismo que hubiera dado al Maestro. La oportunidad de orar con él y de ser partícipe de su confianza en la intercesión divina era tomar parte en un medio nuevo de comunicación.
Se podía muy bien decir que él guardaba el primero y gran mandamiento y el segundo, que es semejante11, que sus entrañas estaban llenas de caridad hacia todos los hombres, que la virtud engalanaba sus pensamientos incesantemente y, en consecuencia, que su confianza se fortalecía en la presencia de Dios12.
Aquel hombre estaba rodeado del resplandor de la bondad y del fulgor de la rectitud; su fortaleza provenía de la obediencia.
Nosotros podemos tener la fortaleza que buscamos con tanto afán, a fin de enfrentar las dificultades de un mundo complejo y cambiante si, con entereza y resuelto valor, nos erguimos y decimos junto con Josué: “…yo y mi casa serviremos a Jehová”13.