Vinimos a ver el templo
Rees Bandley, Utah, EE. UU.
Un día de otoño, durante mi turno como obrero del Templo de Salt Lake, llegó un joven con sus amigos; era evidente que ninguno de ellos estaba vestido para entrar en el templo.
“Vinimos a ver el templo”, dijo el joven.
“¿Tienen una recomendación”, les pregunté.
El joven se quedó pensando un momento y luego dijo: “Sí. Mi madre tiene una amiga de Minnesota que es mormona y ella nos recomendó que viniéramos a ver el templo”.
Tuve la impresión de que debía apartarme con estos jóvenes y hablar con ellos. El nombre del joven era Lars. Le expliqué que no sólo podía venir al templo, sino que además el Padre Celestial quería que lo hiciera. Le dije que primero debía prepararse y le expliqué cuál era la manera de hacerlo.
En aquella época, no hacía mucho que me había activado en la Iglesia. Aunque había servido en una misión, dejé la Iglesia después de quedar atrapado en la industria del entretenimiento y en las drogas y el alcohol. Pensaba que mi familia se impresionaría a causa de mi carrera profesional y mi riqueza, pero a mi madre no le importaba nada de eso; por el contrario, ella siempre ponía mi nombre en la lista de oración del templo, lo cual me enfadaba.
La mujer con quien me casé también había dejado la Iglesia. Cuando llegó el momento en que Tori, nuestra hija de ocho años, comenzó a hacer preguntas acerca de Jesucristo, habíamos tocado fondo espiritualmente. A pesar de haber servido en una misión, no recordaba nada acerca del Salvador.
“Hay personas que pueden enseñarte acerca de Jesús”, le dije a Tori. “¿Por qué no hablas con ellas?”
Algunos días después, dos misioneras llamaron a la puerta. Tori las invitó a pasar y empezó a escuchar las charlas. Yo escuchaba a escondidas desde otro cuarto y oí a las hermanas enseñar doctrinas que me eran familiares y que sabía que eran verdaderas.
“¿Te gustaría bautizarte?”, le preguntó una de las hermanas a Tori después de la tercera charla.
“Sí”, respondió.
“¿Te bautizará tu papá?”.
Hacía veinte años que yo no iba a la Iglesia, pero sabía que mi vida estaba a punto de cambiar. Estuve presente en las últimas charlas, comenzamos a ir a la capilla y mi esposa y yo nos reunimos con el obispo. Después de arrepentirme, decidí que debía hacer todo lo que estuviera a mi alcance para compensar los años que había perdido. Cambié de profesión, magnifiqué mis llamamientos en la Iglesia, me sellé a mi esposa y a mi hija y empecé a trabajar como obrero del templo. Gracias a esto, supe que aquel curioso grupo de jóvenes podía llegar a ser digno de entrar en el templo.
La siguiente primavera, Lars me escribió una carta en la cual me daba gracias por haberle explicado el verdadero significado de una recomendación para el templo. “Aprendí más acerca de la recomendación para el templo”, escribió. “De hecho, ¡me bauticé y obtuve mi propia recomendación el mes de enero pasado!”. Se me llenaron los ojos de lágrimas al mirar la fotografía que había adjuntado de él con su ropa bautismal blanca y de los misioneros que le habían enseñado.
El camino que recorrí para regresar al templo fue extraordinario y el haber sabido del camino que recorrió Lars fue una bendición maravillosa que me recordó que todos podemos influir para bien en la vida de otras personas.