¿Patito feo o cisne majestuoso? ¡Depende de ti!
Recuerdo que cuando era niño, mi madre me leía el cuento “El patito feo”, de Hans Christian Andersen; quizás fuera porque yo era tímido y me parecía que no encajaba entre los demás, pero el recuerdo y la moraleja de aquel cuento han permanecido siempre en mi memoria.
En la versión que recuerdo, una mamá pata espera pacientemente que sus huevos incuben y los patitos rompan el cascarón; al poco tiempo, para el deleite de la mamá, empiezan a asomarse los patitos cubiertos de pelusa amarilla. Sin embargo, hay un huevo un poco más grande que los demás cuyo cascarón todavía no se ha roto; la pata y sus patitos esperan y vigilan; cuando al fin se rompe, los patitos ven que aquel nuevo miembro de la familia tiene un aspecto diferente, y se reúnen a su alrededor diciendo a su mamá y a su papá: “No se parece a nosotros. Es muy feo”. Después, se van a nadar con sus padres dejándolo solo en el nido. El patito feo se aleja del nido y trata de esconderse; todos los encuentros que tiene son desagradables y desalentadores, y muchas veces piensa: “Nadie me quiere porque soy feo”.
Entonces sucede un milagro: ¡se encuentra con otras aves que tienen el mismo aspecto que él y hacen lo mismo que él hace! Los otros se convierten en sus amigos, lo llevan adonde está su mamá y le preguntan: “¡Mamá, mamá, hemos encontrado a un hermanito! ¿Puede quedarse con nosotros para siempre?” La bella y grácil mamá cisne acoge al patito feo bajo su blanca ala y le dice con voz suave: “¡Tú no eres un patito! Eres un pequeño cisne y algún día serás el rey del estanque”.
De niño, me encantaba oír ese cuento; no me daba cuenta entonces de que las lecciones que me enseñaba me iban a ayudar a través de los difíciles años de mi adolescencia. Cuando tenía ocho años me bautizaron para que fuera miembro de la Iglesia, pero luego, gradualmente, mi familia se volvió menos activa.
En el pequeño pueblo del estado de Idaho donde me crié, había una sala de cine que todos los sábados por la tarde tenía matinée a la que siempre iba con dos o tres de mis amigos; mostraban una cinta corta sobre deportes y otra de noticias de los asuntos de actualidad. La película principal era por lo general una de vaqueros con mucha acción.
Un sábado, durante el intermedio, los empleados entraron en la sala con una bicicleta de diez velocidades, roja y hermosa, que iban a regalar a la persona del público que tuviera el número ganador en el talón del boleto. ¡Ah, cuánto deseé ganar aquella bicicleta!
El anunciador metió la mano en el recipiente y sacó un número; cuando lo leyó, descubrí que yo tenía el boleto ganador; sin embargo, no me moví ni dije nada: era tan tímido que me sentí abochornado, sin confianza en mí mismo para ponerme de pie y dejar que todos supieran que yo era el ganador. Él volvió a anunciar el número otras dos veces, y cada vez yo mantuve mi entrada apretada en la mano para que nadie la viera. Al fin, el empleado sacó otro número. Uno de los amigos que habían ido conmigo lo tenía; se levantó de un salto, gritó y corrió hacia el escenario para reclamar su bicicleta, ¡la que hubiera podido ser mía!
Mientras caminaba a mi casa solo, de regreso del cine aquel sábado, iba pensando en el cuento del patito feo; me sentía muy parecido al pequeño cisne, como si estuviera andando sin rumbo por los bosques para esconderme y como si nadie me quisiera. No me daba cuenta de quién era ni de lo que podía llegar a ser. Pero para el momento en que llegué a mi casa, sabía que debía cambiar; recuerdo que pensé: “Es tiempo de que me deje de niñerías. Esto no volverá a sucederme”.
Empecé a darme cuenta de que a mi alrededor había personas que me amaban y se preocupaban por mí. El obispado del barrio me demostró interés, así como el presidente de la estaca, que vivía muy cerca, en la misma calle; ellos me enseñaron el Evangelio, me testificaron de la realidad del Salvador, de Su invalorable Expiación, y de lo que ésta podía hacer por mí. Me leyeron repetidas veces la historia de José Smith y de su visión en la Arboleda Sagrada; debido a eso, he desarrollado el magnífico hábito de leer José Smith—Historia todas las semanas y, al hacerlo, sé que tengo la fortaleza para sobreponerme a cualquier dificultad que se me presente esa semana.
En aquel momento de mi vida en que necesitaba tanto de alguien, mi Padre Celestial me bendijo; Él sabía quién era yo, y envió a Sus siervos para ayudarme a descubrirlo por mí mismo. Ellos pusieron sus brazos a mi alrededor y me demostraron con sus acciones que no era en absoluto un patito feo y que, si era digno y guardaba los mandamientos de Dios, podía llegar a convertirme en “el rey del estanque”. La bendición de la Expiación y el hecho de comprenderla empezaron a darme más fuerza y confianza.
Cuando cumplí los dieciséis años, aquellos buenos hermanos me alentaron a que fuera a recibir la bendición patriarcal. Después de tener la recomendación, monté en mi vieja bicicleta y recorrí varios kilómetros hasta la casa del patriarca, que volvió a explicarme lo que es la bendición patriarcal y la forma en que me bendeciría para toda la vida; luego, me puso las manos sobre la cabeza para conferírmela. Después de aquella experiencia, mi vida cambió totalmente.
Más tarde acepté el llamamiento para cumplir la misión en Escocia, y tuve una experiencia maravillosa. A las pocas semanas de regresar, conocí a mi futura esposa en una reunión de la Iglesia; empezamos a salir y un día le propuse matrimonio. Nos casamos en el Templo de Salt Lake.
Una frase de mi bendición patriarcal me indica que se me permitiría vivir en la tierra con un ángel. Cuando el patriarca me dio la bendición, yo no sabía lo que era un ángel y menos aún entendía el significado de esa frase; pero al salir del templo el día en que mi esposa y yo nos sellamos, supe lo que quería decir: ella ha sido la luz de mi vida y, gracias a ella, se me ha permitido vivir en un entorno iluminado; ha traído gozo y felicidad a nuestros ocho hijos, veinticinco nietos y dos bisnietos. Todos mis hijos han llegado a llamarla bienaventurada. Agradezco a Dios las bendiciones del Evangelio y las bendiciones eternas de los convenios y las ordenanzas del santo templo.
Satanás quiere convencernos de que somos patitos feos sin posibilidades de llegar a ser como nuestro Padre Celestial y Su santo Hijo. Testifico que Dios ama a cada uno de nosotros de una manera especial. Como decía a menudo el élder Neal A. Maxwell (1926–2004), del Quórum de los Doce Apóstoles: “La influencia personal que Dios tiene en nosotros para modelarnos se percibe en los detalles de nuestra vida”1. Somos Sus hijos, y yo he llegado a darme cuenta de que, al seguir los mandamientos del Evangelio, podemos elevarnos por encima de nuestro presente entorno y llegar a ser “reyes y reinas del estanque”.
Y sé algo más: sé quién eres tú y de dónde vienes. Las revelaciones nos recuerdan que fuimos fieles en la vida premortal (véase Apocalipsis 12:7–11; D. y C. 138:56; Abraham 3:22–23). Al enlazar nuestro testimonio con esa gran verdad, cada día se convierte en una maravillosa bendición para cada uno de nosotros.
Mantente del lado de la línea en el que está el Señor. Si Él pudo ocuparse de un muchacho vergonzoso y tímido como yo, se ocupará de ti ahora y en el futuro. Cada uno de nosotros es una hija o un hijo escogido de Dios. Decide vivir a la altura de ese potencial divino que mora en tu interior.