El compromiso de un profeta
De un discurso de la conferencia general de abril de 2008.
En la primavera de 1848, mis tatarabuelos, Charles Stewart Miller y Mary McGowan Miller, dejaron su hogar en Escocia, viajaron a St. Louis, Missouri, con un grupo de Santos, y llegaron allí en 1849.
Mientras la familia se encontraba en St. Louis trabajando para ahorrar suficiente dinero a fin de completar su viaje hasta el Valle del Lago Salado, una plaga de cólera se extendió por la región. En un lapso de dos semanas, murieron cuatro integrantes de la familia. Los niños que sobrevivieron quedaron huérfanos, entre ellos mi bisabuela Margaret, que tenía trece años en ese momento.
Los nueve niños Miller que quedaron siguieron trabajando y ahorrando para ese viaje que sus padres y hermanos jamás completarían. Se fueron de St. Louis durante la primavera de 1850 con cuatro bueyes y un carromato cubierto y, finalmente, ese mismo año, llegaron al Valle del Lago Salado.
Otros de mis antepasados se enfrentaron a penurias similares; sin embargo, durante esas épocas, su testimonio permaneció firme e inmutable. De todos ellos recibí un legado de dedicación completa al evangelio de Jesucristo.
Con todo mi corazón y con todo el fervor de mi alma, declaro que Dios vive. Jesús es Su Hijo, el Unigénito del Padre en la carne. Él es nuestro Redentor; Él es nuestro Mediador ante el Padre. Nos ama de una manera que no llegamos a comprender plenamente y, dado que nos ama, dio Su vida por nosotros. La gratitud que siento hacia Él no se puede expresar con palabras.
Entrego mi vida y mi fortaleza para servirlo y para dirigir los asuntos de Su Iglesia de acuerdo con Su voluntad y Su inspiración.