Guíenme, enséñenme
“¡Pues aun cuando [ellos] se olvidare[n], yo nunca me olvidaré de ti” (1 Nefi 21:15).
Cuando tenía diez años, mi familia se mudó de Dinamarca a Canadá. Llevábamos muy poco tiempo allí cuando dos hermanas que vivían enfrente de nuestra casa me invitaron a mí y a mi hermano de doce años, Poul, a tomar el autobús con ellas para ver la ciudad.
Poul y yo estábamos entusiasmados por ir y, aunque mi madre no estaba muy segura de que fuera una buena idea, finalmente nos dio permiso. Mi madre les dio dinero a las dos hermanas para que pagaran nuestro boleto y les pidió que nos cuidaran, ya que mi hermano y yo todavía no sabíamos inglés. Ellas prometieron que nos cuidarían.
Los cuatro nos subimos al autobús y comenzamos el viaje. Después de un rato, el autobús se detuvo y las niñas nos hicieron señas para que nos bajáramos. Nosotros las seguimos y todos empezamos a caminar por la ciudad.
Entonces, de repente, ¡las niñas comenzaron a correr en diferentes direcciones! Intentamos seguirlas, pero desaparecieron por esquinas que no conocíamos. Al principio pensamos que simplemente estaban bromeando y que pronto regresarían; pero, después de un rato, nos dimos cuenta de que estábamos solos y perdidos.
“¿No deberíamos pedirle a alguien que nos indicara el camino?”, le pregunté a Poul.
“No sabemos inglés y no sabemos cuál es nuestra dirección”, respondió.
“Llamemos a mamá”, sugerí, señalando una cabina telefónica que se encontraba cerca.
“No tenemos dinero y no sabemos cuál es nuestro número de teléfono”, dijo Poul.
Me puse a llorar y Poul me rodeó con un brazo. “Quédate tranquila, Anne-Mette. Hagamos una oración”.
Nos acurrucamos y le pedimos al Padre Celestial que nos ayudara a encontrar el camino para regresar a casa.
Después de la oración, Poul señaló hacia el final de la calle. “Siento que debemos tomar esa dirección”, dijo.
Me puse a llorar de nuevo. ¿Cómo iba a saber qué camino debíamos tomar?
Poul volvió a consolarme. “Tienes que tener fe en que seremos guiados”, dijo.
Cuando dijo eso, me invadió un sentimiento de paz. Tuve la impresión de que debía tener fe y dejar que mi hermano me guiara.
Después de caminar un largo rato, llegamos a una laguna. “¿Recuerdas esta laguna?”, me preguntó Poul. “¡Pasamos junto a ella cuando íbamos del aeropuerto a nuestra casa!”.
Me sentí mejor al oír el entusiasmo que había en su voz. Nos sentamos junto a la laguna y oramos nuevamente.
De pronto, Poul miró a lo lejos. “¿Ves aquello?”, gritó. Se paró y comenzó a correr, y yo me puse de pie de un salto para seguirlo.
“¿Qué es lo que ves?”, grité.
“¡Es el cartel de la lavandería que está cerca de nuestra casa!”.Caminamos hacia el
cartel y de allí encontramos nuestra calle y en seguida vimos a nuestra madre que estaba de pie fuera de la casa y corrimos hacia ella y la abrazamos.
Una vez que entramos, mamá dijo: “Cuando vi que las dos niñas regresaban a su casa, fui a preguntarles dónde estaban ustedes. La madre de ellas no fue muy amable; dijo que éramos extranjeros y que debíamos regresar al país del cual habíamos venido”.
Mamá nos rodeó con sus brazos a los dos. “Quiero que sepan que no todas las personas aquí piensan de esa manera, y que conoceremos a muchas personas que nos recibirán y serán nuestros amigos. Hoy esas niñas los dejaron solos, pero me alegra que hayan recordado que el Padre Celestial jamás lo hará”.
Entonces nos arrodillamos y le dimos gracias al Padre Celestial por habernos guiado de regreso a casa y por haber llegado a salvo.