Una familia eterna
Lo que en un principio parecía una tragedia, con el tiempo, condujo a la familia de Uanci al templo.
Cuando conocí a Uanci Kivalu, tenía una gran sonrisa. Sin embargo, cuando se sentó y el tono de su voz pasó a ser serio, me pregunté qué iría a compartir esa simpática jovencita de 16 años. “Mi historia es acerca del templo”, dijo.
Uanci es de Tonga, una nación insular llena de altísimos cocoteros, bananeros majestuosos y grandes plantas de taro. La mayoría de los jóvenes que había visto en la isla parecían satisfechos con la vida y sonreían tanto como Uanci lo había hecho unos momentos antes. A la juventud tongana de su edad le gusta bailar, cantar, jugar netball (similar al baloncesto femenino) y pasar tiempo con sus familias. Por lo general, son un grupo de personas alegres. Sin embargo, la seriedad de Uanci se mezclaba con una emoción más profunda que yo no podía identificar, y me sorprendió.
“Quiero hablar acerca del templo”, repitió.
“Cuando era pequeña”, comenzó Uanci, “mis hermanos, mi hermana y yo éramos miembros de la Iglesia. Asistíamos a la capilla todos los domingos con mi mamá. Me encantaba el templo y me encantaba ir con los jóvenes a efectuar bautismos por los muertos. Sentía el Espíritu cuando estaba allí. Pero mi papá no quería ir a la Iglesia”.
La voz de Uanci empezó a temblar. Levanté la vista del cuaderno en el que escribía y vi lágrimas en sus ojos.
“Un día, mi hermano menor ’Alekisio tenía una herida en las caderas y se le infectó”, continuó. “Mejoró durante un tiempo y mi padre volvió a la Iglesia. Pero luego mi papá volvió a inactivarse”.
Uanci estaba llorando a mares y el pañuelo que le di enseguida se empapó, al igual que sus mangas, mientras trataba sin éxito de secarse las lágrimas.
“Mi hermanito empeoró y luego murió. Tenía tan sólo 12 años”.
Por un momento, Uanci hizo una pausa, abrumada por sus sentimientos, y yo empecé a comprender por qué se había puesto tan seria. Esa jovencita ya había sufrido una gran tragedia en su vida. Pero también había una luz de esperanza que brillaba a través de sus ojos.
“Luego”, comenzó nuevamente, “mi padre finalmente decidió regresar a la Iglesia. Al principio, le resultaba difícil. Nuestro obispo, nuestros líderes, nuestros parientes y nuestra familia le daban aliento diciéndole que el único medio por el cual nuestra familia podría estar unida de nuevo, para ver a mi hermano otra vez, sería si nos sellábamos en el templo.
“Luchamos mucho después de que mi hermano falleció”, continuó Uanci. “Pero mis padres se esforzaron mucho y recibieron sus ordenanzas. Finalmente, nos sellamos en el templo como familia el 10 de octubre de 2008, exactamente un año después de la muerte de ’Alekisio. Mi obispo tomó el lugar de mi hermano menor. Jamás había experimentado algo tan indescriptible”.
Las lágrimas de Uanci no eran lágrimas de tristeza, sino de gozo. Ella y su familia habían ido a la casa del Señor y se habían sellado en el templo, y ella sabía lo que eso significaba. Si su familia permanecía digna de los convenios que había hecho, estarían juntos para siempre.
Al pensar en Uanci, la imagino atravesando a pie el campus de Liahona, la escuela secundaria que la Iglesia tiene en Tonga, la cual se encuentra junto al templo. Mientras camina, Uanci se queda mirando la aguja del angel Moroni y su silueta de oro que brilla con el sol. Una vez más hay lágrimas en sus ojos, pero también sonríe, porque sabe que volverá a ver a ’Alekisio.