Jóvenes
Salvemos a Kathy
En enero de 1976, recibí una llamada telefónica de un amigo que trabajaba para los servicios sociales que me preguntó si mi esposa y yo estaríamos dispuestos a acoger a una joven en nuestra familia. En aquel momento teníamos dos hijos propios, pero aceptamos abrir nuestro hogar a Kathy, que tenía 17 años.
Poco después de llegar a nuestra casa, Kathy nos preguntó si podía asistir a la iglesia con nosotros. Por supuesto, le respondimos que sí, y pronto Kathy comenzó a asistir a la iglesia con regularidad. Muchos de sus amigos, que pertenecían a su congregación anterior, se percataron de su ausencia y se entristecieron al averiguar que estaba asistiendo a la Iglesia SUD.
Un día después de clases, Kathy nos dijo que su iglesia anterior estaba planeando organizar una tarde de “Salvemos a Kathy” con ocasión de la reunión del ministerio de los jóvenes de dicha iglesia. Kathy me preguntó si la podía acompañar a esa reunión y ayudarla a defender la Iglesia. Acepté con cierto reparo ya que, aunque no deseaba discutir con sus amigos acerca de diferencias doctrinales, sabía que ella todavía no conocía lo suficiente la Iglesia como para defenderla. Decidí traer a un invitado más, Richard Jones, que acababa de regresar de la misión.
El día de “Salvemos a Kathy” fue un día de ayuno y oración para todos nosotros. Yo rogué que el Espíritu estuviera presente en la reunión y que no hubiera ninguna contención.
Cuando llegamos a la iglesia aquella tarde, percibimos cierta animosidad, pero el ministro de los jóvenes nos recibió calurosamente y nos invitó a que habláramos de la Iglesia y de nuestras creencias al grupo. A medida que Richard compartía lo que entonces era la primera charla misional y enseñaba acerca de la Restauración, los más o menos quince jóvenes presentes en la sala escucharon atentamente. Incluso el ministro de los jóvenes se quedó embelesado.
Después pasamos el resto de la tarde contestando preguntas y participando en una maravillosa conversación acerca del Evangelio. La animosidad que habíamos percibido al principio se desvaneció rápidamente a medida que explicamos tranquilamente nuestras creencias. Había respeto en ambos grupos. El Espíritu Santo llenó el cuarto cuando compartimos nuestro testimonio y respondimos a las preguntas.
Al final de la conversación, el ministro nos agradeció que hubiéramos asistido. Entonces, mientras nos disponíamos a marcharnos, una joven se levantó y dijo que quería comentarnos algo. Nos dijo que antes de que llegáramos, no pensaba que los mormones fueran cristianos, pero que ahora creía que quizá éramos mejores cristianos que ella misma.
No habríamos podido escribir un mejor guión para el final de nuestra conversación. Sé que la reunión nunca habría salido bien si no hubiéramos ayunado y orado, rogado que el Espíritu estuviera presente, y suplicado al Señor que no hubiera contención. Sólo cuando el Espíritu Santo está presente podemos ser eficaces al compartir el mensaje del Evangelio.