“¡DE NINGUNA MANERA!”, me dijo.
“Que si entre vosotros hay quien beba vino o bebidas fuertes, he aquí, no es bueno ni propio a los ojos de vuestro Padre” (D. y C. 89:5).
Antes pensaba que mi mejor amigo, Chase, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Cuando lo desafié a saltar desde el último escalón del porche de mi casa, no sólo lo hizo, sino que ¡corrió para tomar vuelo!
Cuando lo reté a subirse a la montaña rusa en la que uno iba de cabeza, no sólo se subió, sino que ¡se sentó en el primer asiento!
Y cuando le dije que jamás se animaría a saludar a Julia, la niña más linda de toda la escuela, no sólo la saludó, sino que ¡se sentó y se quedó hablando con ella durante cinco minutos!
A mí me parecía que Chase era capaz de hacer cualquier cosa. Me parecía… hasta hoy.
Chase viene a mi casa prácticamente todos los días. Nuestras casas están muy, muy cerca la una de la otra; sólo hoy una casa entre su casa y la mía. Los días que Chase no viene son los domingos y los lunes: los domingos va a la iglesia y los lunes tiene una especie de noche familiar. Un par de veces me invitó; comimos galletas y jugamos. Fue muy divertido.
Por lo general, Chase viene a jugar a mi casa después de la escuela. Me gusta que venga, porque mi madre y mi padre todavía están en sus trabajos. Es divertido jugar con Chase. Nos encanta inventar bromas. Chase es amigo de todo el mundo. Jamás lo escuché hablar mal de otras personas, incluso cuando todo el mundo lo hace.
Hoy, Chase y yo jugamos baloncesto. Como hacía mucho calor, le pregunté a Chase si quería tomar algo.
“Sí, por supuesto”, dijo Chase y, al mismo tiempo, dejó rodar la pelota sobre el césped y corrió hacia la entrada de mi casa.
Entramos y fuimos a la cocina. Cuando abrí el refrigerador, la ola de aire frío nos puso el vello de los brazos de punta. Cuando le eché el primer vistazo al refrigerador, sólo vi jugo y leche; pero, luego, me llamó la atención una lata abierta que había en la esquina.
Mi papá había dejado una lata de cerveza abierta. Si tomábamos algunos sorbos no se daría cuenta, así que saqué la lata.
“¿Quieres probar?”, pregunté.
“¿Qué es?”, preguntó Chase.
“Cerveza”, contesté. “Mi padre la toma todo el tiempo. No se dará cuenta si solamente tomamos un sorbito”.
Chase me miró. Levantó las cejas, apoyó las manos sobre la cadera y dijo algo que jamás pensé que le escucharía decir.
“¡De ninguna manera!”, dijo Chase.
“¿Acabas de decir que no?”, le pregunté.
“La cerveza no hace bien”, dijo. “No debemos tomarla. Te hace hacer cosas tontas”.
“No si sólo tomas un sorbito”, dije. “Mira, te mostraré”.
Me llevé la lata a la boca, tomé un sorbito y sonreí. Sabía horrible, pero no quería quedar como un tonto.
“¿Ves? ¿Te parezco más tonto?”, le pregunté.
“Me parece que me voy a ir a casa”, dijo Chase. “No tomes más de esa cosa. No es una buena idea”.
Mientras observaba a Chase salir por la puerta e irse corriendo por la acera de regreso a su casa, no pude evitar preguntarme por qué él estaba dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa, pero no quería tomar ni siquiera un sorbito de cerveza.
Después de que Chase se fue, tomé otro sorbito. “¡Puaj! Esta cosa es realmente asquerosa”, pensé al dejar la lata de vuelta en la esquina del refrigerador.
Después de todo, quizá Chase tenía razón.