Él nos enseña a dejar el hombre natural
Doy testimonio de la realidad y del poder de la expiación del Salvador para limpiar, purificar y santificarnos a nosotros y nuestros hogares.
Una mañana, una familia se reunió como de costumbre para estudiar las Escrituras. Al estar reunidos, el padre sintió un espíritu negativo: algunos integrantes de la familia no parecían estar muy entusiasmados por participar. Hicieron su oración familiar y, al comenzar a leer las Escrituras, el padre se dio cuenta de que una de las hijas no tenía sus Escrituras. Él la invitó a que fuera a buscarlas a su cuarto; ella fue de mala gana y, después de un momento que pareció una eternidad, regresó y dijo: “¿Realmente tenemos que hacer esto ahora?”.
El padre pensó que el enemigo de toda rectitud quería crear problemas para que no estudiaran las Escrituras. El padre, tratando de mantenerse tranquilo, dijo: “Sí, tenemos que hacerlo ahora; porque esto es lo que el Señor desea que hagamos”.
Ella respondió: “¡No quiero hacerlo ahora!”.
Entonces, el padre perdió la paciencia, levantó la voz y dijo: “¡Ésta es mi casa y siempre vamos a leer las Escrituras en mi casa!”.
El tono y el volumen de sus palabras lastimó a su hija que, con las Escrituras en la mano, dejó el círculo familiar, corrió a su cuarto y dio un portazo. Así terminó el estudio familiar de las Escrituras: sin armonía y con un sentimiento de poco amor en el hogar.
El padre supo que no había hecho lo correcto, así que fue a su cuarto y se arrodilló a orar. Le suplicó ayuda al Señor, sabiendo que había ofendido a una de Sus hijas, a una hija que él mismo realmente amaba. Le imploró al Señor que restituyera el espíritu de amor y armonía en el hogar y les permitiera continuar el estudio de las Escrituras como familia. Mientras oraba, se le ocurrió una idea: “Ve y dile ‘lo siento’”; él continuó orando de todo corazón, pidiendo que el espíritu del Señor regresara a su hogar. Otra vez tuvo el mismo pensamiento: “Ve y dile ‘lo siento’”.
Él en verdad deseaba ser un buen padre y hacer lo correcto, así que se levantó y fue al dormitorio de su hija. Suavemente tocó a la puerta varias veces sin recibir respuesta. Por lo tanto, lentamente abrió la puerta y encontró a su hija sollozando y llorando en su cama. Se arrodilló junto a ella y le dijo con voz suave y tierna: “Lo siento, perdóname por lo que hice”. Él volvió a repetir: “Lo siento, te amo y no quiero lastimarte”; entonces, de la boca de una niña recibió la lección que el Señor quería enseñarle.
Ella dejó de llorar y, después de un breve silencio, tomó sus Escrituras y comenzó a buscar algunos versículos. El padre observaba esas manos puras y suaves volver las páginas de las Escrituras, una por una. Encontró los versículos que buscaba y comenzó entonces a leer muy despacio, con voz suave: “Porque el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural, y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor, y se vuelva como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre”1.
Aún arrodillado junto a la cama de su hija, lo invadió un sentimiento de humildad y pensó para sí: “Ese pasaje fue escrito para mí… ella me ha enseñado una gran lección”.
Luego, ella lo miró y le dijo: “Lo siento… lo siento, papi”.
En ese momento el padre se dio cuenta de que ella no había leído ese pasaje para aplicarlo a él, sino para aplicarlo a ella misma. Él abrió los brazos y la estrechó. El amor y la armonía se habían restaurado en ese dulce momento de reconciliación, nacido de las palabras de Dios y del Espíritu Santo. Ese pasaje de las Escrituras, el que su hija recordaba de su propio estudio de las Escrituras, le había tocado el corazón con el fuego del Espíritu Santo.
Mis amados hermanos, nuestro hogar tiene que ser un lugar donde el Espíritu Santo pueda morar: “Sólo el hogar puede equipararse con la santidad del templo”2. En nuestro hogar no hay lugar para el hombre natural. El hombre natural se inclina a “…encubrir [sus] pecados, o satisfacer [su] orgullo, [su] vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, [y cuando él actúa] en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre”3.
Los que poseemos el Sacerdocio Aarónico o el de Melquisedec siempre debemos recordar que “Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia”4.
La contención se aleja de nuestro hogar y de nuestra vida si nos esforzamos por vivir estos atributos cristianos. “Y también os perdonaréis vuestras ofensas los unos a los otros; porque en verdad os digo que el que no perdona las ofensas de su prójimo, cuando éste dice que se arrepiente, tal ha traído sobre sí la condenación”5. “Lo siento… lo siento, papi”.
El Señor Jesucristo, quien es el Príncipe de Paz, nos enseña a establecer la paz en nuestros hogares.
Él nos enseña a ser sumisos o, en otras palabras, ceder a la voluntad o al poder del Señor. “Ve y dile ‘lo siento’”.
Él nos enseña a ser mansos o, en otras palabras, a ser “tranquilos; suaves; amables; no irritarnos ni enojarnos fácilmente; flexibles; dispuestos a ejercitar la paciencia”6.
Él nos enseña a ser humildes o, en otras palabras, “modestos; mansos; sumisos; opuestos al orgullo, a la altanería, a la arrogancia o la jactancia”7.
“Lo siento, perdóname por lo que hice”.
Él nos enseña a ser pacientes o, en otras palabras, a “tener la cualidad de soportar los males sin murmurar ni irritarnos”, o a “mantener la calma ante el sufrimiento o las ofensas”8.
Él nos enseña a estar llenos de amor. “Te amo y no quiero lastimarte”.
Sí, Él nos enseña a dejar de lado el hombre natural, como el padre del relato que le pidió ayuda al Señor. Así como ese padre tomó a su hija entre sus brazos de amor, de la misma manera el Salvador nos extiende Sus brazos para abrazarnos durante nuestros momentos de verdadero arrepentimiento.
Él nos enseña a ser “santos por medio de la expiación de Cristo el Señor”; y entonces nos reconciliamos con Dios y llegamos a ser Sus amigos. Doy testimonio de la realidad y del poder de la expiación del Salvador para limpiar, purificar y santificarnos a nosotros y nuestros hogares, mientras nos esforzamos por dejar el hombre natural y seguirlo a Él.
Él es “el cordero de Dios”9, “Él es el Santo y justo”10, “y se [llama] su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de Paz”11. En el nombre del Señor Jesucristo. Amén.