Relatos de la conferencia
Una luz en África
De “La esperanza de la luz en Dios”, Liahona, mayo de 2013, pág. 76.
Hace algunos años, mi esposa Harriet y yo tuvimos una experiencia memorable en la que vimos que se cumplía esa promesa. Estábamos en África Occidental, una bella parte del mundo donde la Iglesia está creciendo y los Santos de los Últimos Días son encantadores. A pesar de eso, África Occidental tiene muchos problemas; en particular, me entristeció la pobreza que vi. En las ciudades el desempleo es muy alto, a las familias a menudo se les dificulta proveer de lo necesario para sus necesidades diarias así como permanecer fuera de peligro. Se me partió el alma al enterarme de que muchos de nuestros apreciados miembros de la Iglesia viven en tanta pobreza; pero también supe que esos buenos miembros se ayudan mutuamente para no pasar hambre.
Finalmente llegamos a uno de nuestros centros de reuniones cerca de una ciudad grande, pero en vez de encontrar a un pueblo agobiado y consumido por la oscuridad, descubrimos a una gente alegre ¡que irradiaba luz! La felicidad que sentían por el Evangelio era contagiosa y nos levantaron el ánimo. El amor que nos expresaron nos llenó de humildad. Sus sonrisas eran genuinas y contagiosas.
Recuerdo que en ese momento me pregunté si habría otro pueblo más feliz sobre la faz de la tierra. Aunque estos queridos santos estaban rodeados de dificultades y pruebas, ¡estaban llenos de luz!
La reunión comenzó y yo empecé a hablar; pero poco después se cortó la luz en el edificio y quedamos en absoluta oscuridad.
Durante un tiempo, apenas podía ver a las personas de la congregación, pero sí veía y sentía las brillantes y hermosas sonrisas de nuestros santos. ¡Cuánto disfruté de estar con esas personas maravillosas!
Como continuaba la oscuridad en la capilla, me senté junto a mi esposa y esperé a que volviera la luz. Mientras esperábamos, sucedió algo extraordinario.
Algunas voces empezaron a cantar uno de los himnos de la Restauración. Entonces otros se unieron a ellos, y luego otros más. En poco tiempo, nos envolvía un dulce coro de voces que llenaba la capilla.
Esos miembros de la Iglesia no necesitaban himnarios; sabían cada palabra de cada himno que cantaban. Y cantaron una canción tras otra con una energía y un espíritu que me conmovieron el alma.
Con el tiempo, las luces volvieron a encenderse y bañaron de luz el salón. Harriet y yo nos miramos y lágrimas mojaban nuestras mejillas.
En medio de gran oscuridad, esos bellísimos y maravillosos santos habían llenado la capilla y nuestras almas de luz.
Fue un momento profundamente conmovedor para nosotros, uno que Harriet y yo nunca olvidaremos.