Misericordiosos como Cristo
El autor vive en Nueva York, EE. UU.
El ministerio terrenal del Salvador nos proporciona ejemplos prácticos sobre cómo ser misericordiosos.
Cuando el profeta José Smith y Martin Harris perdieron las ciento dieciséis páginas de traducción del Libro de Mormón, recibieron una severa reprimenda del Señor (véase D. y C. 3:6–8, 12–13). El Profeta perdió, durante un tiempo, el privilegio de traducir y sufrió mucha aflicción por su desobediencia1. Después de haberse humillado ante el Señor y pedirle perdón, el Salvador le aseguró lo siguiente: “Mas recuerda que Dios es misericordioso… y todavía eres escogido, y eres llamado de nuevo a la obra” (D. y C. 3:10).
El presidente Dieter F. Uchtdorf, Segundo Consejero de la Primera Presidencia, enseñó: “…Cristo es nuestro ejemplo [de misericordia]. En Sus enseñanzas y en Su vida, Él nos mostró el camino. Él perdonó al inicuo, al insolente y a los que procuraron lastimarlo y hacerle daño”2.
Las Escrituras demuestran que la misericordia es una de las cualidades supremas del Salvador. Jesús enseñó: “Bienaventurados los misericordiosos…” (Mateo 5:7) y “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6:36)3. La misericordia se define como compasión, y abarca sentimientos y actitudes de comprensión, bondad, perdón y amor. Nuestros sentimientos de misericordia surgen muchas veces cuando nos enteramos de que otras personas están pasando circunstancias inusuales y penosas. Jesucristo demostró una capacidad infinita de misericordia; Él “no podía mirar los rostros de los hombres sin sentir aflicción al verlos confundidos, perplejos y angustiados… Cuando veía personas que se encontraban fatigadas y dispersas como ovejas sin pastor, Su corazón se llenaba de compasión hacia ellas”4.
Los siguientes principios de relatos del Nuevo Testamento indican la forma en que el Salvador demostraba misericordia y cómo podemos ser misericordiosos hacia los demás.
Jesús demostró misericordia absteniéndose de acusar a los demás.
En la Última Cena, horas antes de la entrega, Judas Iscariote participó de la cena de Pascua con los otros discípulos. Cuando Jesús les dijo: “…uno de vosotros me va a entregar”, los discípulos, incluso Judas, le preguntaron: “¿Soy yo, Señor?” (Mateo 26:21–22). Jesús le respondió a Judas: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto” (Juan 13:27). Después, ambos volvieron a encontrarse en la entrada del huerto de Getsemaní y Judas le dijo: “Salve, Maestro”, saludándolo con un beso (Mateo 26:49), por lo que Jesús le preguntó: “…¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lucas 22:48). La respuesta del Señor, aun cuando no eximió a Judas de las consecuencias de sus acciones, no denota una acusación sino más bien una forma de apelar a su discernimiento del bien y del mal.
Después de haber sufrido horas de prisión, golpes, azotes, la marcha por la ciudad, el peso de la cruz y la crucifixión a manos de los soldados romanos, Jesús contempló misericordiosamente a Sus torturadores y rogó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Jesús demostró misericordia optando por amar en vez de condenar.
Al principio de Su ministerio, Jesús se detuvo junto a un pozo de Samaria para descansar y refrescarse durante una de Sus travesías. Una mujer se acercó para sacar agua del pozo y el Salvador comenzó a hablarle; ella se quedó atónita de que Él le hablara porque “los judíos no se [trataban] con los samaritanos”. Pero Él pasó por alto las tradiciones que la rebajaban a los ojos de otras personas, le enseñó sobre el agua viva del Evangelio y le testificó diciendo: “Yo soy [el Mesías], el que habla contigo” (véase Juan 4:3–39).
Al finalizar Su ministerio en Perea, Jesús pasó por la ciudad de Jericó, camino a Jerusalén. Un hombre rico llamado Zaqueo, pequeño de estatura, se trepó a un árbol para poder ver al Salvador cuando pasara por allí; Jesús lo vio y le dijo que deseaba alojarse en su casa. Algunos de los discípulos protestaron al ver eso, diciendo que Jesús “había entrado a alojarse con un hombre pecador”. No obstante, Él había percibido las buenas cualidades de Zaqueo y respondió: “Hoy ha venido la salvación a esta casa, por cuanto él también es hijo de Abraham” (véase Lucas 19:1–10).
Jesús demostró misericordia al dar a los demás muchas oportunidades de arrepentirse y ser perdonados.
Al comienzo de Su ministerio, Jesús volvió a la sinagoga de Nazaret, su pueblo natal, adonde había ido a adorar muchas veces. Allí leyó una profecía de Isaías sobre el Mesías a los que se habían reunido en el día de reposo y después les testificó claramente que Él era el Mesías. Los que estaban en la sinagoga “se llenaron de ira” al oír Sus palabras y “le echaron fuera de la ciudad y le llevaron hasta la cumbre del monte… para despeñarle” (véase Lucas 4:16–30). Sus amigos de toda la vida se habían convertido en Sus enemigos. Un tiempo después, Jesús volvió a aventurarse a entrar en Jerusalén y enseñó a la gente y, aunque se volvieron a escandalizar, Él había tratado ya dos veces de ayudarlos a entender (véase Mateo 13:54–57).
Los líderes de los judíos eran los enemigos más encarnizados del Salvador; trataron de matarlo porque lo consideraban una amenaza a sus tradiciones. Sin embargo, Jesús los exhortó repetidamente a arrepentirse y a reconciliarse con la verdad. Las Escrituras registran por lo menos diez sermones importantes que Él dirigió especialmente a esos líderes, en los que describió sus pecados y los invitó a arrepentirse.
Jesús demostró misericordia al no tener rencor.
Jerusalén era el lugar donde ocurriría el sufrimiento final y la muerte del Salvador. Él podía haber sentido resentimiento y enojo hacia la ciudad y su gente pero, en cambio, muchas veces expresó tristeza por la iniquidad de ellos y su rechazo a arrepentirse.
Días antes de Su crucifixión, Jesús entró en Jerusalén montado en un asno. Una multitud de seguidores se regocijaron al verlo y echaron sus mantos en el suelo frente a Él, alabando a Dios (véase Lucas 19:28–38). Pero Jesús sabía que la lealtad de los habitantes de Jerusalén no iba a durar mucho. Al contemplar la ciudad esa última semana, el Salvador lloró, y dijo: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos… y no quisiste!” (Mateo 23:37; véase también Lucas 19:41–44).
Apenas unos días más tarde, las multitudes se volvieron contra Jesús y clamaron para que fuera ejecutado. Mientras llevaban al Salvador para ser crucificado, “una gran multitud del pueblo, y de mujeres… lloraban y hacían lamentación por él.
“Mas Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos” (Lucas 23:27–28). A pesar de Su humillación pública y de Su intenso sufrimiento a manos de la gente de Jerusalén, el Salvador no se irritó contra ellos sino que expresó tristeza porque se negaron a arrepentirse.
Jesús demostró misericordia al ayudar a los necesitados.
Durante una de Sus travesías, Jesús se acercaba a la ciudad de Naín, donde vio “que sacaban a un difunto, unigénito de su madre, que era viuda” (Lucas 7:12). El élder James E. Talmage (1862–1933), del Quórum de los Doce Apóstoles, describe en su libro Jesús el Cristo el milagro que tuvo lugar a continuación: “Nuestro Señor miró con compasión a la madre afligida que había quedado privada de su esposo así como de su hijo y, sintiendo dentro de Sí el dolor de su aflicción, le dijo con voz afable: ‘No llores’. Luego tocó el féretro… [y] dijo: ‘Joven, a ti te digo, levántate’. El muerto oyó la voz de Aquel que es Señor de todos e inmediatamente se incorporó y empezó a hablar. Gentilmente Jesús entonces entregó el joven a su madre”5.
Jesús realizó muchos otros milagros entre la gente en tiempos de necesidad: Sanó a un leproso, calmó el mar y levantó de los muertos a la hija de Jairo; devolvió la salud a un hombre enfermo junto al estanque de Betesda, sanó a un sordo que tenía dificultad para hablar y curó a diez leprosos. Todas esas personas se encontraban en una situación desesperada.
El Salvador ha señalado el camino que debemos seguir. Esforcémonos por ser misericordiosos al no culpar a otras personas, optar por amar en vez de condenar, dar a los demás muchas oportunidades de arrepentirse, dejar de lado el rencor y ayudar a los necesitados. Cuanto más reconozcamos y recordemos las muchas misericordias que recibimos por medio de Jesucristo, más aprenderemos a ser misericordiosos con otras personas.
El presidente Uchtdorf ha aconsejado: “…en esta vida hay bastante aflicción y dolor sin que agreguemos más con nuestra terquedad, amargura y resentimiento… debemos librarnos de nuestros resentimientos… Ésa es la manera del Señor”6.
Cuando el Señor resucitado visitó a los nefitas en América, enseñó a la gente; y al llegar el momento de Su partida, Jesús “dirigió la vista alrededor hacia la multitud, y vio que estaban llorando…
“Y les dijo: He aquí, mis entrañas rebosan de compasión por vosotros.
“¿Tenéis enfermos entre vosotros?… Traedlos aquí y yo los sanaré, porque tengo compasión de vosotros; mis entrañas rebosan de misericordia” (3 Nefi 17:5–7; cursiva agregada). Su misericordia es infinita. Si venimos a Cristo, Él nos bendecirá con el don divino de la misericordia (véase Moroni 10:32).