El sermón detrás del púlpito
Jeff Fullmer, Idaho, EE. UU.
Cuando mi familia se sentó unas filas atrás de los diáconos en una reunión sacramental, todo lo que pude pensar antes del himno fue en que uno de los diáconos no se había anudado bien la larga corbata que tenía y en que no se había metido la arrugada camisa que llevaba puesta dentro del pantalón. Pensé que alguien debería haberlo ayudado; después de todo, cuando reparten la Santa Cena, los diáconos deben ser un ejemplo del Salvador en sus acciones y en el modo de vestir.
La reunión prosiguió y me olvidé de él. Después de que los diáconos repartieron la Santa Cena, comenzaron los discursos. La segunda discursante fue la madre del joven. Habló de su conversión, de sus desafíos mientras crecía y de sus problemas como madre sola. Fue un discurso maravilloso que la hizo llorar. Al sentarse, siguió llorando mientras el coro del barrio se reunía para cantar.
En ese preciso momento, su hijo, con la corbata torcida y la camisa desarreglada, se levantó y caminó hacia el estrado; abrazó a su madre y se agachó a su lado para consolarla. Los ojos se me llenaron de lágrimas ante esa escena; me conmovió profundamente. Entonces me di cuenta de una realidad y agaché la cabeza; sentado con mi impecable traje de estilo cruzado, la corbata anudada perfectamente y los zapatos negros pulidos, me di cuenta de que al prepararme para la Santa Cena realmente había pasado algo por alto.
El jovencito y su madre bajaron del estrado y se sentaron juntos mientras el coro empezó a cantar. Permanecí sentado, sin poder escuchar la música, porque el sermón que impartió ese diácono me inundó el corazón con un mensaje de caridad cristiana.
Él había realizado su acción con ternura y esmero. No hubo la menor señal de vergüenza en su joven rostro, sólo amor puro. Ese día, los mensajes que se pronunciaron desde el púlpito fueron buenos, pero siempre recordaré el sermón que se impartió detrás del púlpito.