Solo con la ayuda de Dios
Cuando reconocemos que dependemos de Dios, también nos damos cuenta de que Él está deseoso de ayudarnos.
En mi último año de la escuela secundaria, se me presentó un desafío que no esperaba. Poco después del comienzo de las clases, el maestro de oratoria me dio la asignación de participar en los debates. Estudiamos, practicamos y competimos, y con humildad aprendí muchas valiosas lecciones.
Meses después, y cuatro semanas antes de la competencia estatal de oratoria, el maestro me informó, como si nada, que además acababa de anotarme para que compitiera en oratoria improvisada. Me explicó que durante el primer día se me pediría que diera al menos tres discursos diferentes de siete minutos frente a un panel de jueces.
Pero había otro detalle: los temas de los discursos, que se asignaban al azar, trataban sobre asuntos contemporáneos y solo se daban treinta minutos para prepararse. Quedé atónito; nunca había siquiera escuchado un discurso improvisado.
Durante las semanas que me quedaban, me preparé leyendo la mayor cantidad de artículos sobre temas contemporáneos que pude; pero, aun así, seguía sintiendo una enorme falta de confianza y ansiedad. El día de la competencia, les dije a los encargados: “Ya tengo mi tema asignado; ¿podría entrar para escuchar durante unos momentos a alguien que esté dando su discurso?”. A lo que respondieron: “Tienes solo treinta minutos. Si quieres pasarlos escuchando, es tu decisión”.
Pedir ayuda
En esa primera ocasión, entré y escuché por unos valiosísimos momentos, pero sabía que necesitaba estar solo y orar al Padre Celestial. Divisé una arboleda apartada en los predios de la universidad junto a un estanque donde podría estar solo, de rodillas.
Le supliqué al Padre que me ayudara. No oré para ganar, sino que oré sinceramente para tener la ayuda del Espíritu Santo a fin de ser capaz de hacer algo que nunca antes había hecho y salir airoso del desafío. Me daba cuenta de que necesitaba la ayuda de Dios.
¡El Padre Celestial contestó mi oración! Pude recordar lo que había estudiado y fui capaz de relacionar los hechos y las impresiones. Al recibir cada tema nuevo, lo primero que hacía era salir para orar. Luego, ponía manos a la obra. Sorprendentemente, al día siguiente llegué a la última ronda.
Mi fe en Dios estaba cimentando mi testimonio, y esa fe se fortaleció al sentir a Dios cerca. Le agradecí al Padre Celestial la ayuda que había recibido, porque, después de haber hecho todo lo que estaba a mi alcance, Él me ayudó a lograr más de lo que jamás podría haber logrado por mi cuenta (véase 2 Nefi 25:23).
En mi vida profesional, era cirujano otorrinolaringólogo. En una ocasión, en Reno, Nevada, EE. UU., me llamaron para que ayudara al equipo pediátrico de cuidados intensivos del hospital, donde estaban tratando a un bebé que se encontraba en un estado muy delicado y que había nacido muy prematuramente. El niñito superó desafíos difíciles durante sus primeros meses de vida y obtuvo la fuerza suficiente para volver a casa con sus padres y su familia.
Lamentablemente, tras estar en su casa dos meses, había regresado al hospital con una infección grave en el pulmón izquierdo y no estaba respondiendo bien a la alta dosis de medicación.
Los especialistas de cuidados intensivos sospechaban que el bebé quizá hubiera inhalado algo que se le había atascado en el pulmón, pero no aparecía en ninguna radiografía. Debido a que su condición estaba empeorando, sugirieron que le mirara los pulmones mientras el bebé dormía en la sala de operaciones.
En aquella época no teníamos la tecnología para ver muy profundo en las pequeñas vías respiratorias de un bebé. Mientras trabajábamos para limpiar la infección del pulmón izquierdo, por un breve momento vi lo que había inhalado: un fragmento de crayón color amarillo brillante, atascado en un lugar al que no podíamos acceder con ninguno de los instrumentos que teníamos a nuestra disposición.
Una de las enfermeras que se encontraba en el quirófano se dio cuenta de la gravedad de la situación y mencionó que había visto un instrumento largo y delgado que se usaba para remover cálculos renales de lugares estrechos. Rápidamente buscó uno: una cesta de alambre flexible y delgado en forma de espiral que se desenrolla lo suficiente al usarla de la forma correcta a fin de sacar un cálculo pequeño sin dañar el tejido que lo rodea. Pero, ¿cómo lo introduciríamos?
“No puedo hacer esto solo”
Le pedí al anestesista que continuara cuidando de nuestro pequeño paciente por un momento mientras yo iba a un rincón del quirófano. “Padre Celestial, no puedo hacer esto solo”. Vino una idea a mi mente: “Haz tu mejor esfuerzo. Juntos podemos lograrlo”.
Practiqué abrir y cerrar la cesta de alambre varias veces en mis manos, en diferentes posiciones. Con sumo cuidado, pasamos la cesta delgada de alambre a través del instrumento hasta llegar al crayón, y haciendo maniobras muy delicadas, lo introdujimos hasta pasar el trocito de crayón, lo abrimos y luego dejamos que se cerrara lentamente. Así, la vía respiratoria quedó despejada y limpia.
Sin el crayón, el niño se recuperó rápidamente y siguió bien. Le dieron el alta en una semana y le entregaron un frasquito con un recuerdo color amarillo brillante.
Sé que tuve ayuda divina, tan real para mí como si una mano celestial hubiera guiado la mía.
Expreso mi humilde testimonio del consejo y la guía que el Padre Celestial proporciona. Hay momentos en los que uno puede hacer lo que debe hacer únicamente con la ayuda de Dios. En esos momentos y en todo momento: “Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:6).