Cómo lo sé
Buscaba a Dios
El autor vive en Santiago, República Dominicana.
Nunca he tenido un sentimiento tan fuerte de paz como el que tuve cuando asistí a Seminario por primera vez.
Cuando solo tenía unos ocho años, me preguntaba en cuanto a la naturaleza de Dios. Un día, mi padre leyó el pasaje de las Escrituras del libro de Santiago que promete que, si tenemos falta de sabiduría, podemos pedir “a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Santiago 1:5). Esas palabras me llenaron el corazón y se me quedaron grabadas en la mente.
Cuando estuve solo en mi habitación, oré a Dios, pidiéndole que me dijera si la iglesia a la que asistía era la correcta. Quería que me contestara de inmediato, pero no fue así; Dios no hizo lo que yo quería, y me sentí triste porque no había contestado mi oración de inmediato. ¡Yo quería saber! Había hecho lo que consideraba suficiente.
Mientras crecía, tuve la oportunidad de buscar la respuesta en muchas iglesias. Al hacerlo, cada vez estaba más confundido; todas se contradecían, y tan solo trataban superficialmente mis preguntas en cuanto a la naturaleza de Dios.
Años más tarde, cansado de buscar, me dije: “No existe la respuesta”.
Comencé a hacer algunas cosas que hacen los jóvenes de hoy en día, como ir de fiesta y participar en muchas diversiones mundanas. Cada semana me hundía más y más en la oscuridad, porque las decisiones que tomaba no eran las mejores. Los malos hábitos también me estaban distanciando de mi familia, que siempre me había apoyado.
Pero, una vez más, sentí el deseo de preguntar a Dios, y oré: “Padre, aquí estoy esperando; he buscado, pero no he encontrado; las Escrituras prometen respuestas, pero no llega nada. Mírame, estoy solo; quiero saber, pero no sé dónde encontrarte”.
Exactamente en ese momento —ni antes ni después, sino justo cuando lo necesitaba— sentí que el pecho me ardía tan fuerte como si tuviera un volcán en mi interior. No pude contener las lágrimas; sabía que era una respuesta a mi pregunta.
Esa tarde, cuando estaba en la escuela, estaba pensando en cuanto a mi respuesta cuando mi mejor amigo me preguntó: “¿En qué estás pensando, Ismael?”. No le di una respuesta sincera en el momento, sino que le dije que estaba pensando en la playa y que quería ir a ver el amanecer por la mañana. Lo invité a ir
y me dijo sonriendo: “No puedo”.
“¿Por qué no?”, le pregunté. “¿Qué vas a estar haciendo tan temprano por la mañana?”.
“Seminario”, dijo.
“¿Seminario? ¿Qué es Seminario?”, le pregunté. Me explicó que eran unas clases que se daban en su Iglesia.
“¿Cuánto tiempo hace que vas a una Iglesia?”, le pregunté sorprendido.
“Desde que recuerdo; soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”.
Le dije que quería ir a ver. En mi interior, sabía que era la respuesta a mis largos años de oración.
El día siguiente, me desperté a las 5:30 de la mañana y fui a Seminario. La sorpresa más grande fue que estaban estudiando la Biblia. Puedo decir que nunca he tenido un sentimiento tan fuerte de paz como cuando entré en el edificio de la Rama de Matancita, República Dominicana, donde se compartía doctrina pura, deliciosa para un alma que la había buscado con tantas ansias. Los himnos que cantaron me llenaron la mente y el corazón con un pensamiento: “Esta es la verdad”.
“¡Caray!”, pensé, “quiero sentirme así todos los días”. Le pregunté cuándo podía volver, y la maestra, la madre de mi amigo, me dio el horario de clases y me invitó a ir también a los servicios dominicales de la rama.
Desde entonces, me levanté todos los días, de lunes a viernes, a las 5:30 h para ir a Seminario, y todos los domingos para ir a la Iglesia. No podía faltar; había encontrado lo que siempre había estado buscando.
Tristemente, no había misioneros que me pudieran enseñar y bautizar. Después de un año y medio, y de muchas oraciones, los misioneros llegaron y me enseñaron todas las charlas misionales en una semana. Recuerdo el momento en el que me sumergieron en las aguas azules de la hermosa playa de mi pueblo.
Ahora gozo del privilegio de no ser extranjero ni advenedizo (véase Efesios 2:19), sino un hermano de todos aquellos que han entrado en la senda del Señor, el camino estrecho y angosto.