2023
Un legado de integridad
Octubre de 2023


Un legado de integridad

“Debiéramos estar preparando a nuestros jóvenes para que sigan nuestros pasos —siempre que nuestros pasos sean los correctos—, a fin de que sean miembros honorables de la sociedad, de modo que, cuando salgamos de este mundo y vayamos al otro, dejemos descendientes que sean llenos de integridad y que guarden los mandamientos de Dios… a fin de que ellos puedan enseñar esos principios a sus hijos… Procuren inculcar en sus jóvenes los principios que tienen por objeto hacer de ellos hombres y mujeres honorables, de carácter noble, inteligente, virtuosos, modestos, puros, llenos de integridad y de verdad… Si pudiésemos vivir de conformidad con nuestra religión, temer a Dios, ser estrictamente honrados, observar Sus leyes y Sus estatutos, y guardar Sus mandamientos… nos sentiríamos cómodos y felices; tendríamos serenidad y optimismo. Y de un día al otro, de una semana a la otra y de un año al otro, nuestras alegrías aumentarían” (John Taylor, en Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia, pág. 71).

Los abuelos de mi esposo nos dejaron un gran legado y ejemplo de integridad, su historia de vida y decisiones ejemplares en lo cotidiano resultaron un estandarte para sus descendientes. Ellos se llamaban Ana María Di Leo y Luis Marazita, nacidos en Italia en la década de 1920.

A los 16 años, Luis vivió la Segunda Guerra Mundial a bordo de una embarcación. Estuvo en el norte de África, Arabia e Italia. Cuando terminó la guerra, él estaba en Venecia, a 700 km de su hogar. Desde allí, volvió caminando, y contaba que, por temor a que lo mataran, solo lo hacía de noche. Pasó cansancio, soledad, frío y hambre.

Llegó a su pueblo al sur de Italia para reencontrarse con su familia. En la guerra aprendió que el que no trabajaba no comía, no había lugar para los ociosos, por lo que él siempre encontraba maneras de trabajar, era disciplinado y de carácter humilde.

Unos años más tarde, Luis contrajo matrimonio con Ana María. Juntos trabajaban como agricultores y cada madrugada se iban juntos al campo a trabajar. Cuando su hijo tenía 7 años, emigraron a Argentina. En 1963, tras veintiún días de viajar en barco por el Atlántico, llegaron a Buenos Aires. Luis siempre contaba que descansaron un día y tomaron un tren a un pueblo en el interior del país. Al principio, y sin saber el idioma, Luis comenzó a trabajar como ayudante de albañil, luego en una carnicería y más tarde en el ferrocarril.

Era un hombre muy honrado y recto. El tren se usaba para transportar todo tipo de cosas, motivo por el cual algunos trabajadores aprovechaban para hurtar lo que había en la carga, cosa que Luis no podía tolerar. Él sabía que, aunque él no robara, no hacer nada al respecto lo convertía en cómplice y no estaba dispuesto a que esas actitudes de los demás mancharan su honradez. Esto era motivo de constantes discusiones con sus compañeros y, como consecuencia, lo trasladaron a otra zona laboral. Un pueblo en donde tenía que tomar un colectivo y caminar seis kilómetros por día para desempeñar sus tareas. Allí sufrió un accidente laboral que le costó un daño permanente en la rodilla y, al no poder caminar bien, lo jubilaron por invalidez.

Después de jubilarse, consiguió trabajo en una casa para cuidar y mantener el patio. Allí lo querían y respetaban mucho porque Luis era digno de confianza. Tanto para Luis como para su familia, el hecho de cambiar de continente no significaba cambiar sus principios, sus pensamientos, su manera de ver la vida y su manera recta de actuar.

Luis siempre ha sido un ejemplo de integridad y de rectitud no solo para su hijo, sino para sus nietos y bisnietos y para todo aquel que lo conoció personalmente. Al pensar en él y en su ejemplo, me pregunto: ¿Tenemos el valor moral de hacer que nuestras acciones estén de acuerdo con el conocimiento que tenemos del bien y del mal?

Puesto que hemos recibido la luz de Cristo para discernir el bien del mal, debemos elegir siempre lo bueno. No tenemos que dejarnos desviar a pesar de que el fraude, el engaño y la falsedad muchas veces parecen aceptables para el mundo. Pero para un verdadero Santo de los Últimos Días, es esencial tener integridad, o sea, una firme adhesión a las más altas normas morales y éticas.

“El ser íntegro es hacer siempre lo bueno y correcto, sean cuales sean las consecuencias inmediatas; es ser justo desde lo más profundo del alma, no solo en las acciones sino, y más importante aun, en los pensamientos y el corazón. La integridad implica ser tan dignos de crédito, tan incorruptibles, que seamos incapaces de traicionar una confianza o un convenio…

“La recompensa máxima de la integridad es la compañía constante del Espíritu Santo (véase D. y C. 121:46). Él no nos acompaña si hacemos lo malo, pero si hacemos lo bueno, estará con nosotros y nos guiará en todo” (“La integridad”, Joseph B. Wirthlin, del Cuórum de los Doce Apóstoles, Liahona, abril de 1990).