Conversión
“Porque el ocuparse de la carne es muerte”, declaró el apóstol Pablo, “pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Romanos 8:6; véase también 2 Nefi 9:39). En nuestro estado caído, con frecuencia luchamos contra la tentación y a veces cedemos ante “el deseo de la carne y la iniquidad que hay en ella” (2 Nefi 2:29; véase también “La Caída”, páginas 36–39 de este libro). A fin de recibir las bendiciones de la vida eterna, tenemos que “ser de ánimo espiritual” y conquistar nuestros deseos injustos. Tenemos que cambiar; para ser más preciso, tenemos que ser cambiados o convertidos mediante el poder de la Expiación del Salvador y mediante el Espíritu Santo; dicho proceso se denomina conversión.
La conversión comprende un cambio de conducta, pero va más allá de la conducta; es un cambio en nuestra propia naturaleza, un cambio tan significativo que el Señor y Sus profetas se refieren a él como un nuevo nacimiento, un cambio del corazón y un bautismo de fuego. El Señor dijo:
“No te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, tribu, lengua y pueblo, deban nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas;
“y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo pueden heredar el reino de Dios (Mosíah 27:25–26).
El proceso de la conversión
La conversión no es un evento, sino un proceso. Llegas a convertirte como consecuencia de tus esfuerzos rectos por seguir al Señor; dichos esfuerzos incluyen el ejercitar la fe en Jesucristo, el arrepentirse del pecado, bautizarse, recibir el don del Espíritu Santo y el perseverar hasta el fin.
A pesar de que la conversión sea milagrosa y de que cambie la vida, es un milagro asombroso. Las visitaciones de ángeles y otros eventos espectaculares no brindan la conversión; incluso Alma, que vio un ángel, se convirtió sólo después de haber “ayunado y orado muchos días” para tener un testimonio de la verdad (Alma 5:46); y Pablo, que vio al Salvador resucitado, enseñó que “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3).
Puesto que la conversión es un proceso constante y apacible, tal vez ya te hayas convertido a pesar de no haberte dado cuento de ello. Podrías ser “como los lamanitas, [que] fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo al tiempo de su conversión, por motivo de su fe en [Cristo], y no lo supieron” (3 Nefi 9:20). Tus esfuerzos constantes al ejercitar la fe y al seguir al Salvador, te conducirán a una conversión mayor.
Características de las personas que se han convertido
El Libro de Mormón proporciona una descripción de las personas que se convierten al Señor:
Desean hacer lo bueno. El pueblo del rey Benjamín declaró: “El Espíritu del Señor Omnipotente… ha efectuado un potente cambio en nosotros, o sea, en nuestros corazones, por lo que ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). Alma habló de las personas que no “podían ver el pecado sino con repugnancia” (Alma 13:12).
No se rebelan en contra del Señor. Mormón habló de un grupo de lamanitas que había sido inicuo y sanguinario, pero que “fueron convertidos al Señor” (Alma 23:6); dicho pueblo cambió su nombre al de anti-nefi-lehitas y “se convirtieron en un pueblo justo; abandonaron las armas de su rebelión de modo que no pugnaron más en contra de Dios, ni tampoco en contra de ninguno de sus hermanos” (Alma 23:7).
Comparten el Evangelio. Enós; Alma, padre; Alma, hijo, así como los hijos de Mosíah, y Amulek y Zeezrom dedicaron su vida a la predicación del Evangelio después de haberse convertido al Señor (véase Enós 1:26; Mosíah 18:1; Mosíah 27:32–37; Alma 10:1–12; 15:12).
Están llenos de amor. Después que el Señor resucitado visitó a la gente de las Américas, “se convirtió al Señor toda la gente sobre toda la faz de la tierra, tanto nefitas como lamanitas; y no había contenciones ni disputas entre ellos, y obraban rectamente unos con otros…
“Y ocurrió que no había contenciones en la tierra, a causa del amor de Dios que moraba en el corazón del pueblo.
“Y no había envidias, ni contiendas, ni tumultos, ni fornicaciones, ni mentiras, ni asesinatos, ni lascivias de ninguna especie; y ciertamente no podía haber un pueblo más dichoso entre todos los que habían sido creados por la mano de Dios.
“No había ladrones, ni asesinos, ni lamanitas, ni ninguna especie de -itas, sino que eran uno, hijos de Cristo y herederos del reino de Dios” (4 Nefi 1:2, 15–17).
Cómo obtener una mayor conversión
Tú tienes la responsabilidad principal en lo que respecta a tu propia conversión; nadie puede convertirse por ti, ni nadie puede forzarte a que te conviertas; sin embargo, otras personas podrían ayudarte en el proceso de la conversión. Aprende del ejemplo recto de los integrantes de la familia, de los líderes de la Iglesia y de hombres y mujeres de las Escrituras.
La capacidad que posees para experimentar un potente cambio en el corazón aumentará a medida que te esfuerces por seguir el ejemplo perfecto del Salvador. Estudia las Escrituras, ora con fe, obedece los mandamientos y procura tener la compañía constante del Espíritu Santo. Si continúas activo en el proceso de la conversión, recibirás “un gozo tan sumamente grande”, como el pueblo del rey Benjamín recibió cuando el Espíritu había “efectuado un potente cambio en… [sus] corazones” (véase Mosíah 5:2, 4); y podrás seguir el consejo del rey Benjamín de ser “firmes e inmutables, abundando siempre en buenas obras para que Cristo, el Señor Dios Omnipotente, pueda sellaros como suyos, a fin de que seáis llevados al cielo, y tengáis salvación sin fin, y vida eterna” (Mosíah 5:15).