“Por qué necesito a Jesucristo”, Para la Fortaleza de la Juventud, marzo de 2024.
Fortaleza en tu relación con Él
Por qué necesito a Jesucristo
Comprender nuestra relación con el Salvador es esencial.
“¿Por qué necesito a Jesucristo?” Es una pregunta importante que debo hacerme a mí mismo, no a “todos” colectivamente, ni a “nosotros” como familia; sino verdaderamente a “mí”. ¿Cuál es mi respuesta a esa pregunta?
La respuesta que encontré para mí vino a través de actos personales de fe; al esforzarme diariamente por vivir mis convenios, incluso mi convenio bautismal; y al aprender a escuchar la voz del Señor por medio de Su Espíritu. Y lo más importante: la respuesta se centró en mi relación con mi Salvador.
La relación con el Salvador
Puedo mencionar con seguridad las razones por las que necesito a mis padres o a mis amigos más cercanos. He cultivado esas relaciones con regularidad. Su valor en mi vida es tan visible y firme como el tiempo y el esfuerzo que dedico a estar cerca de ellos a través de cosas sencillas como las conversaciones frecuentes, el llegar a conocerlos y el permitir que su sabiduría justa influya en mi vida.
Nuestra relación con Jesucristo puede seguir un modelo similar. Se necesita la oración diaria al Padre Celestial en el nombre de Jesucristo. También se necesita conocer al Salvador al escudriñar las Escrituras, al leer las palabras de los profetas y apóstoles, y al escuchar al Espíritu. Profundizo esa relación a medida que permito que todo lo que estoy aprendiendo influya en mi vida y en mi carácter.
Además, considera el Plan de Salvación; ese título: “Plan de Salvación”, conlleva que tú y yo —todas las personas— necesitamos salvarnos y que la salvación formaba parte del designio de esta vida. Necesitábamos ayuda y no podíamos salvarnos a nosotros mismos.
Sin embargo, Dios nos envió a la tierra con la promesa sempiterna de que nos proporcionaría un Salvador, Jesucristo, quien vencería los obstáculos que nos separan de la presencia de Dios1. Y cuando hacemos un convenio con Dios, Él promete hacer todo lo que puede, sin reducir nuestra capacidad de decidir, para ayudarnos a cumplir nuestras sagradas promesas a Él2.
Necesitaba saber que Él me entendía
Fui bautizada cuando tenía dieciséis años y vivía en la ciudad de Nueva York. Al principio sentía que dedicaba mucho tiempo a buscar el equilibrio entre mi nueva fe, con su relación de convenio con Dios, y la relación con amigos.
Me preocupaba no tener amigos en la escuela con los que pudiera conectarme. Pero mis amigos estaban acostumbrados a hacer cosas que llegué a darme cuenta de que eran perjudiciales para mi espíritu y que no estaban en armonía con tomar sobre mí el nombre de Jesucristo. Sabía que Jesucristo quería que tomara mejores decisiones.
Lo que no sabía era si el Salvador comprendía el gran conflicto que sentía yo. Cada día se me hacía más difícil cuando me invitaban a hacer cosas que yo sabía que no eran buenas. A veces las justificaba como inofensivas, pero yo sabía que hacía concesiones en cosas que no debía hacerlas.
Necesitaba saber que el Salvador comprendía lo sola y culpable que me sentía cuando incluso consideraba rebajar las normas del Evangelio para poder experimentar un sentido de pertenencia con mis amigos. Sentía que me ahogaba y necesitaba que me rescataran; necesitaba a Jesucristo.
Cuándo se profundizó mi relación con Él
Mi relación con Jesucristo se profundizó cuando descubrí por mí misma por qué lo necesitaba yo. Fue cuando comencé a pasar de tan solo saber que debía vivir el Evangelio a entender por qué quería vivir el Evangelio y a pedir ayuda para hacerlo. Simplemente me puse de rodillas y me desahogué con Dios, con la esperanza de que Él se preocupara por mí y mi problema, de que el objetivo del Plan de Salvación era ayudarme, y de que incluso mi felicidad formaba parte del plan.
El presidente Russell M. Nelson ha enseñado: “Una vez que ustedes y yo hemos hecho un convenio con Dios, nuestra relación con Él se vuelve mucho más estrecha que antes del convenio […]. Debido a nuestro convenio con Dios, Él jamás cejará en Sus esfuerzos por ayudarnos, y nunca agotaremos Su misericordiosa paciencia para con nosotros”3.
Hablé con el Padre Celestial sobre lo culpable que me sentía, sobre que no sabía qué hacer para conservar tanto mis normas, como a mis amigos. Le dije que me sentía infeliz y que necesitaba mucho Su ayuda.
Fue al ponerme de rodillas que comencé a sentir paz. Ese sentimiento de paz me ayudó a entender que el Salvador sí sabía cómo me sentía y que Él sí se preocupa, y mucho.
A medida que he ido madurando y adquiriendo más conocimiento, reconozco que cada vez que acudo a Dios suplicando ayuda o perdón, parece como si se me transportara en sentido figurado al Jardín de Getsemaní, donde nuestro Salvador tembló a causa del dolor y empezó a padecer tanto en el cuerpo como en el espíritu por los errores y pecados que nos separan de Dios4. Es un recordatorio de que Él entiende por lo que yo paso, y lo entiende mejor de lo que nadie podrá hacerlo jamás.
No estamos solos
Cuando me levanté tras haberme arrodillado, el Espíritu me ayudó a discernir algunas cosas y me inspiró a hacer otras. En primer lugar, recordé que una de mis amigas era musulmana y nunca se le pedía que hiciera concesiones en sus normas, porque respetábamos su fe y entendíamos que había ciertas cosas que no haría. Me sentí inspirada a compartir mi nueva fe con mis amigos para que ellos también pudieran entender más acerca de mí y de por qué mis nuevas normas eran importantes para mí.
Comencé de a poco. Le conté a una amiga sobre la lucha que estaba librando. Ella era amable y respetuosa. Me ayudó conforme hablé con mis otros amigos. No todos entendieron, pero con el tiempo, noté que planificaban actividades en las que yo podía participar sin incumplir mis promesas a Dios.
Sé que todos podemos emplear más fortaleza para resistir la influencia constante del mundo. Guardar los convenios nos ayuda a hacerlo, y Jesucristo es la esencia de nuestros convenios5. Eso es lo que descubrí por mí misma: por qué yo necesito a Jesucristo.
Volver a casa con Dios no es algo que pueda hacer sola. Y hay muchos pequeños pasos diarios y experiencias cotidianas que yo —y todos nosotros— daremos en ese viaje de vuelta a casa. Pero cuán bendecidos somos, como personas que hacen y guardan convenios, de que Dios “jamás cej[ará] en Sus esfuerzos por ayudarnos” hasta que lleguemos allí.