Principios del Libro de Mormón
Él conoce nuestro padecimiento
Alma dio firme testimonio de la compasión y la comprensión del Salvador respecto a nuestras tribulaciones terrenales.
Cuando era miembro nuevo de la Iglesia, oí el comentario: “¡Nadie puede leer el libro de Alma sin llegar a saber que el Libro de Mormón es verdadero!”. Esa aseveración despertó mi curiosidad e hizo que me preguntara: ¿Quién era Alma? ¿Cuándo vivió? ¿Qué enseñó?
Alma, que llevaba el mismo nombre que su padre, que también era profeta, fue rebelde en su juventud, pero en respuesta a la corrección divina (véase Mosíah 27:8–32), Alma, hijo, dejó sus malas costumbres y se convirtió en una gran fuerza para bien. Su conversión y su constante diligencia al servicio del Señor lo prepararon para el llamado de presidir la Iglesia en su época. Fue también el juez superior de su pueblo, una responsabilidad de la que dimitió cuando cayó en la cuenta de que la única forma de reformar a la gente era enseñar el Evangelio y dar un testimonio puro y vigoroso de Jesucristo (véase Alma 4:16–20).
Parte de su elocuente testimonio del Salvador está resumido en Alma 7:10–13. Primero, Alma enseña que el Salvador nacería milagrosamente en la carne como el Hijo de Dios, y explicó que sufriría “dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases” en cumplimiento de la profecía (versículo 11). Segundo, el Señor tomaría sobre Sí la muerte física a fin de “soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo” (versículo 12). Y tercero, el Salvador tomaría sobre Sí los pecados de Su pueblo “para borrar sus transgresiones según el poder de su redención” (versículo 13).
Él comprende nuestras pruebas y nuestros padecimientos
El testimonio profético de Alma sobre la vida, la expiación y la resurrección del Salvador —testimonio sellado con una bendición profética (véase Alma 7:25–26)— se pronunció aproximadamente 83 años antes del nacimiento de nuestro Salvador. Un aspecto esencial del mensaje de Alma es el hecho de que los padecimientos y la muerte de Cristo en la carne lo llenarían de misericordia “a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo” (Alma 7:12). Las experiencias del Salvador fueron tales que no hay un solo rasgo de nuestros problemas o aflicciones que Él no conozca en detalle. Él, que fue tan malinterpretado y despreciado, que padeció tanto física como espiritualmente (véase Mosíah 3:7; D. y C. 19:18–19), que fue tentado por el adversario para que abandonara Su misión (véase Mateo 4:1–11), aún así, permaneció sin culpa y sin pecado (véase Hebreos 4:15).
Es por ello que el Señor conoce perfectamente nuestras aflicciones humanas, puede entenderlas, ser misericordioso y sentir una empatía perfecta siempre que nos encontremos en situaciones difíciles.
Por medio del profeta José Smith, el Señor promete que “tus aflicciones no serán más que por un breve momento; y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará” (D. y C. 121:7–8). Y prosigue: “…todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien. El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él? Por tanto, persevera en tu camino… porque Dios estará contigo para siempre jamás” (D. y C. 122:7–9).
Al buscarlo, el Señor, en la grandeza de Su amor, nos enseña, nos aconseja y nos demuestra Su cuidado aun en nuestras aflicciones.
Él nos socorre en nuestras aflicciones
El Salvador puede responder de varias maneras a nuestras peticiones de ayuda, entre ellas: a) aliviar o aligerar nuestras cargas; b) aumentar nuestra capacidad para llevar nuestras cargas; c) permitir que nos sobrevengan aún más cargas a fin de darnos la experiencia que necesitamos; y d) no proporcionar ayuda de inmediato con el objeto de probarnos, fortalecer nuestra fe y enseñarnos.
Las Escrituras están repletas de ejemplos de cómo el Señor alivia las cargas de Su pueblo (véase, por ejemplo, Alma 36:16–23; 3 Nefi 17:7); y además de lo que se relata en los libros canónicos, hay innumerables experiencias de la vida de Sus seguidores a lo largo de los siglos que demuestran el verdadero cumplimiento de la promesa del Salvador: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
A veces no nos son quitadas nuestras cargas, pero se incrementa nuestra fortaleza para sobrellevarlas. Un ejemplo de esto es el relato de Limhi y de su pueblo. Los lamanitas “empezaron a poner pesadas cargas sobre sus hombros” para oprimirlos (véase Mosíah 21:3). El pueblo de Limhi se humilló y oró a Dios “para que los librara de sus aflicciones” (versículo 14). Nuestro Padre Celestial “oyó sus clamores y empezó a ablandar el corazón de los lamanitas, de modo que empezaron a aligerar sus cargas; no obstante, el Señor no juzgó oportuno librarlos del cautiverio ” (versículo 15; cursiva agregada). Unos pocos capítulos después en el libro de Mosíah, vemos que otro grupo recibió una ayuda semejante cuando “las cargas que se imponían sobre Alma y sus hermanos fueron aliviadas; sí, el Señor los fortaleció de modo que pudieron soportar sus cargas con facilidad, y se sometieron alegre y pacientemente a toda la voluntad del Señor” (Mosíah 24:15). En muchas ocasiones, nuestros hermanos en el Evangelio nos ofrecen talentos, consejo, recursos, tiempo, cuidado o bendiciones del sacerdocio para ayudarnos a sobrellevar nuestras cargas “para que sean ligeras” (Mosíah 18:8).
A veces las cargas incluso aumentan a fin de darnos la experiencia necesaria. Recuerdo una ocasión, cuando era obispo, en la que varios miembros del barrio atravesaban graves problemas y yo sentía una gran responsabilidad sobre mis hombros. Cierta noche derramé mi alma al Señor, suplicándole que retirara de mis hombros la carga tan pesada que tenía sobre mí.
Fue una oración especial. Él la oyó y la contestó. A las pocas semanas fui relevado como obispo y llamado a presidir una estaca muy grande.
El élder Helio da Rocha Camargo, ex miembro de los Setenta, me habló una vez de un secretario de barrio que oró sinceramente para poder aprender lo que necesitaba saber a fin de cumplir con su llamamiento. Por aquel entonces, los registros financieros y estadísticos se llevaban a mano, sin la ayuda de una computadora. Durante aquel mes, pareció que ese secretario hizo frente a todo problema posible: estados de cuenta que no cuadraban, registros con fechas erróneas, etcétera. Esos problemas supusieron una tarea adicional y abrumadora. El secretario fue a nuestro Padre Celestial en oración y dijo: “Padre, te pedí que me ayudaras a aprender a ser secretario y entonces ocurrieron todo tipo de problemas con los registros”. La respuesta vino presta a su mente: “¿Y no te ayudé?”.
Sin duda alguna, aprendemos y nos desarrollamos más a medida que el Señor nos guía en los problemas, los retos y las oportunidades que se nos presentan (véase 1 Nefi 1:1), entre ellos los llamamientos de la Iglesia.
El presidente John Taylor (1808–1887) dijo que las aflicciones no debieran abrumarnos, sino que más bien debiéramos regocijarnos en nuestras dificultades, pues necesitamos esas experiencias para nuestro bienestar eterno con Dios1.
Nuestro profeta actual, el presidente Gordon B. Hinckley, ha dicho que, a pesar de las tribulaciones que pasemos de tal o cual forma, “tenemos el deber de caminar por medio de la fe y elevarnos por encima de las maldades y las pruebas del mundo”2.
Él no nos abandonará
Si el Señor no retira nuestras aflicciones cuando se lo pedimos, tal vez sea para nuestro bien y para que cumplamos con Sus propósitos, aunque no siempre entendamos el porqué en ese momento. Tales ocasiones pueden ser una prueba de fe o incluso una experiencia de aprendizaje. El consuelo, el sostén y la redención divinos pueden muy bien llegar más tarde. Un ejemplo de las Escrituras es el retraso intencionado del Salvador en ir a Betania para ayudar a Lázaro (véase Juan 11:4, 6, 21–44).
Otro ejemplo de socorro retrasado sucedió en el mar de Galilea cuando el Señor no apaciguó la tormenta de inmediato. Aun cuando los fuertes vientos y las olas hacían zozobrar la barca al grado de que Sus discípulos creían que iban a morir, el Maestro dormía (véase Mateo 8:23–26). A continuación, en un majestuoso ejercicio de poder divino, el Señor controló los elementos, dominó la tormenta y trajo la calma. Los discípulos “se maravillaron, diciendo: ¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?” (versículo 27).
Testifico que Él no nos abandonará. Él es el Cristo, el Hijo de Dios, el Creador de los cielos y la tierra. Él, que calma las tormentas de nuestra vida, sabe cómo socorrer a Su pueblo.