Enseñemos a nuestros hijos a aceptar las diferencias
Cada día de escuela, Brandon, de 4 años, ayudaba a Jonathan, un compañero autista, a prepararse para salir al recreo. En el aula, solía prepararle los lápices de colores y las hojas de papel. Cierto día, la maestra de Brandon habló con la madre del pequeño sobre la amabilidad tan poco común del niño. Tiempo después, la madre compartió las observaciones de la maestra con su hijo y le preguntó por qué era tan amable. Brandon miró a su madre asombrado de que tuviera que hacerle una pregunta con una respuesta tan obvia: “Mamá, Jonathan es mi amigo y sin mi ayuda estaría perdido”. Para Brandon, Jonathan no era un niño diferente, sin un amigo.
Los niños pequeños son, por naturaleza, sumisos, humildes, pacientes y llenos de amor (véase Mosíah 3:19), pero a medida que crecen, son cada vez más conscientes de las diferencias que existen entre las personas. Al relacionarse más y más con personas ajenas a su familia, se encuentran con personas que son diferentes a ellos en su forma de hablar, el color de su piel, su religión, sus destrezas físicas e intelectuales, así como su nivel social. Como padres, deseamos ayudar a nuestros hijos a retener los atributos cristianos de la mansedumbre, la humildad y la compasión; queremos que sus corazones rebosen de amor hacia todos, pero, ¿cómo podemos ayudarlos a lograrlo?
Él dio Su amor a todos
Una de las mejores maneras de ayudar a nuestros hijos a aceptar a las personas que son diferentes es enseñarles que Jesús desea que seamos amables con todos. Jodi, de 5 años, y su familia celebraron una noche de hogar especial en un centro de salud a fin de entretener y cantar para las personas que residen allí. Jodi estaba nerviosa al entrar en el centro y sentarse junto a una niña que tenía un casco en la cabeza y una toalla alrededor del cuello y que reposaba en una silla de ruedas. La niña sólo podía usar un lado de su cuerpo; no podía hablar, pero emitía ruiditos de felicidad al oír la música de la familia de Jodi.
Más tarde aquella misma noche, la madre de Jodi dijo: “Fue maravilloso que pudiéramos cantar para ellos, pero tal vez debiéramos haber dedicado más tiempo a darles un abrazo. Algunas de esas personas no tienen a nadie que los abrace”. Pero Jodi confesó: “No creo que hubiera podido abrazar a aquella niña”. Su madre se la llevó al piano y tocó mientras cantaba:
Si tienes otra forma de andar…
Unos de ti se burlarán,
¡Mas yo no lo haré!
Contigo iré y hablaré,
Y así tú sentirás mi amor.
No evitó Jesús a nadie;
Dio Su amor a todos;
¡Yo también lo haré!1
Las palabras “Dio Su amor a todos” hicieron que Jodi se pusiera a pensar. Más adelante, le dijo a su madre que en sus sueños le había dado un abrazo a la niña en la silla de ruedas y que esperaba que toda la familia pudiera volver al centro de salud. La dulce enseñanza de una madre a través de una canción de la Primaria abrió el entendimiento de una niñita.
Las palabras empatía y misericordia tienen su origen en palabras latinas y griegas que significan “padecer con”. El tener empatía equivale a ponerse en el lugar de otra persona, identificarse con ella y comprender por qué actúa o por qué se siente de tal o de cual modo. El tener misericordia nos motiva a ayudar a alguien a sentirse mejor, ya que nos damos cuenta de que esa persona sufre.
¿Qué mejor ejemplo para enseñar a nuestros hijos cómo tratar a los demás que la parábola del buen samaritano? “Pero un samaritano… viéndole [al herido], fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas… Ve, y haz tú lo mismo” (Lucas 10:33–34, 37).
Guiémosles mientras crecen
Según crezcan nuestros hijos y vayan siendo más conscientes de la gente que los rodea, podemos hacerles preguntas que les ayuden a aclarar su modo de pensar: ¿Quién es nuestro prójimo? ¿Crees que Jesús espera que amemos únicamente a los que viven cerca de nosotros? ¿De qué modo seguiremos las enseñanzas de Jesús y mostraremos amor por los demás? ¿Cómo debemos tratar a quienes precisen de nuestra ayuda? ¿Cómo debemos tratar a alguien que sea diferente de nosotros?
La actitud de los padres es semejante a una especie de plantilla que aplican sobre sus hijos desde su infancia. Una actitud, al igual que un idioma, se aprende, no se hereda; por ello, es de vital importancia que los hijos aprendan a tener actitudes correctas desde muy temprana edad. Cuando los niños aprenden un idioma después de los ocho años de edad, suelen hablarlo con acento. Las actitudes erróneas se pueden modificar cuando los hijos son mayores, pero cuanto mayores sean éstos, mayor será el esfuerzo que se requiera para corregir el “acento”2.
Cuando un niño se percata de algo diferente en una persona y se lo hace saber a ustedes, conviértanlo en un momento propicio para la enseñanza. Imagínense que están en el supermercado con su hija, y ella les dice: “Ese hombre sólo tiene una pierna”. En vez de hacerla callar y decirle que no se quede mirando, admitan lo que ha visto y ayúdenle a adquirir una nueva perspectiva sobre la situación. “Sí, así es, y utiliza una silla de ruedas para desplazarse. Supongo que el hacer la compra puede resultarle difícil si tiene muchas cosas que comprar”. Ustedes pueden normalizar las situaciones difíciles y enseñar a sus hijos valores importantes relacionados con la aceptación y la empatía. Los niños deben aprender que las personas que tienen discapacidades son como todos nosotros (también hacen sus compras), pero tienen que hacer frente a ciertas dificultades (estar confinados en una silla de ruedas).
Los niños pueden sentir temor o vacilación al dirigirse o al ayudar a alguien que tiene una discapacidad. Debemos prestar suma atención a las inquietudes de nuestros hijos y aplacar sus temores. Los niños aceptan rápidamente las diferencias que existen entre las personas cuando los padres les enseñan que, si bien los seres humanos pueden parecer diferentes por fuera, básicamente somos idénticos por dentro. Enseñen a sus hijos que las personas que tienen discapacidades son, ante todo, personas. Se parecen en más aspectos a la gente que no tiene discapacidades que lo que difieren de ellos.
Enseñen por medio del ejemplo
Si deseamos enseñar a nuestros hijos los atributos cristianos de la tolerancia y la misericordia, nuestro ejemplo será de más peso que cualquier otra cosa. El demostrarlo es más poderoso que el decirlo.
Si se trata a los hijos con bondad y compasión, ellos sabrán lo que se siente y luego ellos mismos podrán empezar a tratar a los demás del mismo modo. Si ustedes se ponen en el lugar de sus hijos, ellos aprenderán a ponerse en el lugar de los demás.
Una mujer se preguntaba cómo una amiga que vivía en un país lejano había ayudado a sus hijos pequeños a adaptarse tan bien a una cultura diferente. Mencionó que ella y su esposo habían tratado de enseñar a sus hijos a ser tolerantes y a apreciar las diferencias de los demás al invitar a los niños del vecindario a su hogar para jugar, pero aun así sus hijos no veían bien a los demás niños y los criticaban. “¿Qué más podemos hacer para enseñar a nuestros hijos a ser tolerantes?”, le preguntó a su amiga. Ésta le contestó que ella y su esposo habían invitado no sólo a los niños a la casa, sino también a los padres de esos niños.
Podemos instar a nuestros hijos a que jueguen con una variedad de niños, con la esperanza de que la experiencia sirva para agrandar su círculo de amistades. Pero si en nuestra vida social entablamos amistad únicamente con los que son como nosotros, nuestros hijos harán oídos sordos a toda la motivación y la instrucción que les demos. Los niños oirán lo que se les dice, pero no estarán seguros de lo que ello significa.
Nuestra hija Emily suele llevar a Ella, su hija de un año, a jugar al parque. Mientras caminan las seis cuadras hasta el parque, Ella sonríe y dice “Hola” a las personas que se encuentren en la calle. Si Ella logra captar la atención de alguien, empieza a balbucear de inmediato. El acento extranjero, el color de la piel o una silla de ruedas no le impiden esbozar una sonrisa, una sonrisa tan espontánea como la de su madre.
Miremos en el corazón
Hace varios años, nuestra familia se dirigía al campo luego de pasar una semana confinados en casa por causa de las fuertes lluvias. Al parar a un lado de la carretera para contemplar los cerezos en flor, nos dimos cuenta de que los neumáticos del auto se hundían en el húmedo y blando barro. Todos nuestros esfuerzos por empujar el auto de nuevo a la carretera sólo sirvieron para hundirnos un poco más, hasta que aquel barro, semejante a las arenas movedizas, llegaba ya a la mitad de las ruedas. Estábamos atascados, sin esperanza de salir, y había pasado mucho tiempo sin que viéramos otro automóvil.
De repente vimos un camión destartalado con seis adolescentes bulliciosos que se detenía detrás de nuestro auto. Al descender del vehículo, notamos sus tatuajes, que mascaban tabaco y sus peinados exagerados. Mi esposo se inquietó por la seguridad de nuestra familia y nos dijo que nos subiéramos al auto y que pusiéramos el seguro a las puertas. Los jóvenes preguntaron a mi marido si necesitábamos ayuda, a lo que él respondió que no, que podíamos hacernos cargo de la situación sin problema alguno.
La apariencia de los muchachos nos daba más mal agüero que el estado del auto atascado en el barro hasta los ejes. Los jóvenes se fijaron que en el interior estaban cinco niños pequeños y yo, y sugirieron a mi esposo que se subiera al auto y condujera mientras ellos nos empujaban. Las ruedas empezaron a lanzar olas de barro en todas direcciones, cubriendo a los muchachos de pies a cabeza mientras empujaban el auto hacia la carretera.
Mi marido sacó dinero de la cartera para pagarle a los jóvenes, pero ellos se negaron a aceptarlo y se subieron al camión diciendo que se sentían felices de haber ayudado a un hermano. Se fueron antes de que siquiera pudiéramos darles las gracias como se merecían. A mi esposo, que había esperado lo peor al principio, lo embargaba la gratitud. Las apariencias pueden impedirnos mirar en el corazón.
Cada vez que olvidamos por un instante la bondad básica de la gente y la juzgamos inmerecidamente, nuestra familia suele acudir al relato de cuando nos quedamos atascados en el barro y fuimos rescatados. Jesús veía más allá de la apariencia externa para llegar al corazón mientras tendía una mano a los recaudadores de impuestos, perdonaba a los deudores y sanaba a los pecadores.
Una comunidad caritativa
A medida que nuestros hijos aprenden a ser tolerantes y a aceptar a los demás, sentirán la dicha de amar al prójimo tal como lo hace Cristo. Una niña de 10 años, aquejada de síndrome de Down y con impedimento del habla, intentó leer un pasaje de las Escrituras durante una presentación del programa de los niños en la reunión sacramental. Mientras se esforzaba tenazmente, su hermanita de cuatro años fue inmediatamente a su lado y le susurró las palabras al oído. Las líderes de la Primaria fueron lo suficientemente sensibles para no intervenir y permitir que se produjera de manera natural el crecimiento y el aprendizaje de ambas niñas. Cuando la niña de diez años regresaba a su asiento en el estrado, muchos niños la felicitaron con palmaditas y asintiendo con la cabeza.
Toda una comunidad de niños caritativos había experimentado la dicha descrita en una canción de la Primaria: