Reflexiones
Abuelo, Papá
Imagínense a tres mil misioneros reunidos en un salón grande; dos mil novecientos noventa y nueve de ellos hablan entusiasmados y dirigen la mirada hacia el mismo lugar del salón. Algunos están de puntillas; algunos dan saltos para captar un rápido vistazo por encima de los que están de puntillas; y otros están de pie sobre sillas plegables. Un misionero está sentado en una silla plegable, con los codos sobre las rodillas, los puños cerrados y la cabeza gacha.
Tal vez no haya sido exactamente lo que pasó, pero así es como lo recuerdo; fue como me sentí; yo era ese misionero.
Al imaginar esa escena, pensarían que me sentía solo o triste, pero en realidad estaba pasando por uno de los momentos más felices de mi vida, un momento que he revivido muchas veces desde entonces.
Me encontraba en el centro de capacitación misional de Provo, Utah, preparándome para servir como misionero de tiempo completo en la Misión Ecuador Quito. El presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008), que en aquel entonces era el Primer Consejero de la Primera Presidencia, fue a hablarles a todos los misioneros del CCM.
Al concluir la reunión, empezó el alboroto. Me di cuenta de que la gente no se dirigía hacia las puertas, de modo que le pregunté a otro élder qué estaba pasando.
“El nieto del presidente Hinckley está aquí en el CCM”, dijo, “¡el presidente Hinckley acaba de alejarse del estrado para ir a darle un abrazo!”
Tras esa explicación, el élder se subió a la silla para ver mejor, y exclamó: “¡Caray!, ¿no sería fantástico que el presidente Hinckley fuera tu abuelo?”.
Yo amaba y respetaba al presidente Hinckley, y me había sentido inspirado por el mensaje que nos había dado ese día; pero en ese momento pensé en algo que hizo que me sentara en la silla en vez de ponerme de pie sobre ella. En medio de todo ese alegre entusiasmo, me senté callado y pensé: “Estoy seguro que sería fantástico tener al presidente Hinckley como abuelo, pero no cambiaría a mi abuelo Felt ni al abuelo West por él”. Levanté la cabeza y me sentí lleno de gratitud al meditar en mi legado, en mi familia; y después, me vino a la mente otro pensamiento, más potente que el primero: “Además, soy un hijo de Dios”. Sabía que yo, como nieto de un dentista y de un supervisor de fábrica, tenía tanto valor como el nieto de un profeta. ¿Por qué? Los dos teníamos el mismo Padre Celestial.
Al final, los otros 2.999 misioneros se dirigieron hacia las puertas de ese inmenso salón. Me uní a ellos, más preparado para servir al Señor de lo que había estado unos minutos antes.