2015
Un nuevo destino
Marzo de 2015


Un nuevo destino

La autora vive en Francia.

Parecía que mi vida eran viajes interminables en avión. Ansiaba tener paz y estabilidad pero nunca lo conseguí hasta que verdaderamente acudí al Señor.

Silhouette of a young adult woman at sunset.

Ilustración fotográfica por Iurii Kovalenko/iStock/Thinkstock.

A veces mi vida parece un vuelo constante en avión. Mi madre es ecuatoriana y mi padre es polaco; yo nací en Ecuador, pero cuando tenía 10 años nos mudamos a España, donde residimos sólo dos años. A los 12 años, volvimos a subirnos a un avión, esta vez hacia Polonia. Anhelaba tener estabilidad, amigos y familiares que vivieran cerca, y acabar con las despedidas.

Primeros encuentros con los élderes

Alguien tocó a la puerta; abrí y me encontré frente a dos jóvenes. Sin ninguna consideración, cerré la puerta antes de que pudieran decir nada.

“Abre la puerta de nuevo y discúlpate”, me ordenó mi padre desde el fondo de la casa. “¡No te enseñamos a tratar a las personas de esa manera!”

Sintiéndome avergonzada, abrí la puerta. “Lo lamento”, alcancé a susurrar.

“Quiero saber en cuanto a ustedes y acerca de sus creencias; pasen, por favor”, los invitó mi padre. Los jóvenes se presentaron como misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. A regañadientes, escuché su mensaje; a los 13 años, no tenía más remedio que participar.

Esos misioneros visitaron mi casa durante cuatro meses y nos enseñaron las doctrinas de la Iglesia restaurada de Jesucristo. “Respetamos y admiramos su valentía, pero nunca cambiaremos de religión”, les dijo mi padre finalmente, y nunca más volvimos a ver a esos élderes.

El deseo de hallar la verdad

Pasaron dos años y las circunstancias de mi familia cambiaron, dejando en mí una profunda tristeza. Mi padre se había ido de Polonia en busca de trabajo, por lo que nuestra familia quedó dividida. Me sentía desesperada y buscaba a Dios. Mis oraciones se tornaron más sinceras, y le rogaba al Padre Celestial que me ayudara a encontrar Su presencia.

Un día, mi madre me dijo: “Alguien que se llama Garling preguntó por ti; le dije que volviera la semana que viene”. Ella sabía que era un misionero y no estaba interesada en el mensaje, por lo que no consideró que hubiera urgencia.

Ese viernes por la noche, de nuevo escuché que tocaban a la puerta; esta vez di una cordial bienvenida y una sonrisa a esos emisarios. “Ustedes son bienvenidos en mi casa, pero deben saber que nunca me haré mormona”, les dije.

Los élderes me enseñaron de todas formas, cada viernes por la tarde, durante seis meses. Tras haber comido kilos y kilos de galletas horneadas por mi madre, y de que respondieran a miles de preguntas, empecé a hallar respuestas a mis preguntas más profundas. Parecía que cada vez que los misioneros nos visitaban, conseguía armar otra pieza del rompecabezas de la vida. Intrigada, finalmente hice lo que los élderes me habían pedido: orar y preguntar al Padre Celestial si sus palabras y el Libro de Mormón eran verdaderos. Ellos me aseguraron que Dios contesta las oraciones.

Confirmación y vacilación

A medida que oraba y estudiaba las Escrituras con mayor intensidad, esas doctrinas se volvieron más dulces para mi alma. Por varios meses estuve con dudas, pensando que necesitaba evidencias concretas y que debía saber todo acerca del Evangelio antes de unirme a esta Iglesia. Finalmente, las palabras del Salvador en Juan 20:29 llegaron a mi alma: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”. Decidí bautizarme.

Mis padres exigieron que esperara hasta que fuera adulta para ser bautizada, y ese tiempo me ayudó a progresar y saber más del Evangelio. Tristemente, al acercarse la fecha de mi bautismo, dejé de confiar en mi respuesta. Me dediqué a las cosas del mundo, por lo que temí que mi decisión de bautizarme no fuera bien recibida por las personas a quienes quería.

Poco a poco, mis errores y decisiones me hicieron sorda a los susurros del Espíritu. Dejé mis Escrituras olvidadas en el último rincón de mi baúl e incluso dejé de orar.

Las bendiciones del arrepentimiento

Mi vida no iba como esperaba; había muchas lágrimas y desilusiones; era muy difícil entender por qué mi familia tenía que pasar por tantas adversidades. Poco antes de mi último año de bachillerato, mis padres tuvieron que salir de Polonia. La perspectiva de volvernos a mudar me angustiaba. Finalmente, me arrodillé de nuevo en oración y expresé sinceramente estas palabras: “Padre Celestial, hágase Tu voluntad, no la mía”.

Esa oración marcó el inicio de mi retorno a la Iglesia, que yo sabía que iba a requerir arrepentimiento. Al siguiente domingo, por primera vez en casi un año, asistí a la reunión sacramental; y al día siguiente, nuevamente decidí bautizarme.

El Señor me ayudó a superar el difícil proceso de regresar a lo que una vez supe que era verdadero. Hoy en día, considero esas circunstancias adversas como unas de las bendiciones más preciadas de Dios. Él no me olvidó; escuchó mis oraciones y esperó hasta que pude reconocer Sus respuestas; me ayudó en todo mi sufrimiento, fortaleciéndome y protegiéndome, y en el proceso, obtuve una mayor claridad acerca del significado de la divina misión de Cristo y de Su expiación.

Me bauticé en abril de 2011. Desde ese entonces, mi avión ha vuelto a despegar: actualmente vivo en Francia, lo que significa más cambios. Sin embargo, le agradezco a Él mi vida y las circunstancias que me ha permitido vivir. Gracias a mi testimonio de la expiación de Jesucristo, ahora comprendo que no estoy sola, sea cual sea el próximo destino adonde me lleve la vida. No sé si mi avión volverá a despegar; lo único que sé, es que mi nuevo destino es el sendero estrecho que conduce a la vida eterna con el Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo.