Reflexiones
El canto de la hermana Mabel
La pasión de la hermana Mabel por el canto era fastidiosamente desbordante.
Mi mejor amigo me dio un codazo en el costado para que dejara de reírme; después de todo, estábamos en la reunión sacramental, cantando el himno sacramental.
Pero era difícil no reírse, y a Pat le estaba costando tanto como a mí.
Teníamos quince años y lo sabíamos todo; sabíamos que todos los miembros de nuestro barrio tenían que ser perfectos… pero no lo eran; sabíamos que los discursos de la reunión sacramental tenían que ser inspiradores… pero la mayoría eran aburridos; y sabíamos que la peor cantante del mundo se sentaba entre nosotros, arruinando los himnos que se suponía debían dirigir nuestros pensamientos hacia los cielos… pero que por lo general los dirigían hacia el lado opuesto.
Solo podíamos taparnos los oídos y retorcernos de dolor. De vez en cuando, la risa parecía ayudar.
No estábamos seguros si la hermana Mabel (que era su nombre de pila y el único que recuerdo que todos usaran para referirse a ella) sabía que era un suplicio oírla cantar y le daba igual, o si era totalmente ajena al efecto que su modo de cantar tenía en el resto de nosotros. Es muy probable que nadie hubiera tratado el tema con ella nunca. Aunque de edad avanzada, era una mujer imponente; no por su tamaño, sino por su energía. Todo lo que hacía era lleno de vigor y ruidoso, especialmente su canto.
Su pasión por el canto hallaba expresión no solo en la congregación, sino también en el coro de nuestro barrio, donde su entusiasmo se desbordaba. Aunque no recuerdo que refrenara su canto en la congregación, en el coro le daba rienda suelta, elevándose hacia alturas y profundidades que dudo que ninguna diva del mundo haya alcanzado jamás… o que haya deseado hacerlo.
Bueno, eso fue hace mucho tiempo; en los años que han pasado desde entonces, la hermana Mabel ha fallecido. Pat y yo hemos seguido cada uno nuestro camino y, al menos yo, he descubierto que a los quince años no sabía tanto como creía. Creo que he aprendido varias cosas sobre la vida —y sobre el canto— a lo largo de los últimos cincuenta años.
He aprendido que la vida se debe vivir con pasión y energía; cada minuto es un tesoro, y una vez que pasa, se va para siempre y solo queda débilmente reflejado en la memoria. He aprendido que cuando se va a prestar servicio a otras personas, o a adorar al Señor, la manera más feliz y eficaz de hacerlo es con todo el gozo y la energía que uno tenga.
He aprendido que ninguna persona de este lado del velo es perfecta. Todo lo que el Señor nos pide es nuestro corazón, alma, mente y fuerza, al grado que podamos ofrecerlos. Él acepta nuestras desbordantes ofrendas, por imperfectas que sean, como la medida plena de nuestra devoción.
Es irónico, supongo, que haya descubierto también que no canto mejor de lo que cantaba la hermana Mabel. Espero que los miembros de mi barrio tengan más caridad hacia mí de la que yo tuve hacia ella. Si aún estuviera aquí, la invitaría a que cantara para mí; añoro su voz angelical.