Cómo hallar paz en la tormenta de la adicción
La adicción es un huracán implacable que zarandea tanto al adicto como a sus seres queridos de un lado a otro.
Jamás olvidaré la noche en que mi hermano sufrió una sobredosis de heroína. Aún recuerdo cada detalle: el golpe seco de su cuerpo al caer al suelo; los gritos de mis padres; el terror, la confusión y la desesperanza que sentí al darme cuenta de que volvíamos a cero en aquella aparentemente interminable batalla contra la adicción.
No obstante, cuando vi que mi hermano no reaccionaba, me sorprendí. A pesar del caos que me rodeaba, me invadió una fortaleza interior inesperada, la cual me permitió ayudar a mis padres a estabilizar a mi hermano. Le tomé las rígidas y pálidas manos, y le hablé lentamente mientras él tenía la mirada vacía. Aunque no podía creer lo que veía, me hallaba sorprendentemente calmada mientras esperábamos que volviera en sí. Más adelante, me di cuenta de que aquella oportuna calma era el poder sustentador del Señor.
Después de que se estabilizó y fuera trasladado a un hospital para recibir atención, me asaltó la realidad de la situación. Mi fortaleza enviada del cielo se acabó y me derrumbé de pesar; se me rompió el corazón; me dolía el pecho al acurrucarme en la cama, y respiraba con dificultad. Era como si no pudiera sollozar lo suficiente como para seguirle el paso a mis emociones. “¿Cómo llegó a esto mi vida?”, pensé. “¡Jamás superará este problema! ¡Ya no puedo más!”.
En aquel momento en que me había desplomado de pesar, sentía como si una fuerza invisible me hubiera levantado por los aires, como si un viento huracanado me hubiese lanzado hasta hacerme tocar el gélido y sombrío fondo; un lugar reservado no solo para los adictos, sino también para quienes los aman, un lugar con el que me estoy familiarizando demasiado.
Un huracán implacable
Ver a un ser amado luchar contra la adicción es casi insoportable. La adicción fomenta las mentiras, lo oculto, el engaño y la traición, lo que, a su vez, produce una actitud defensiva, y de vergüenza y desconfianza, todo lo cual daña la relación con los demás y ocasiona que todos nos cuestionemos cuánto entendemos de la realidad. No podría enumerar las veces que mis padres, mis hermanos y yo hemos afrontado individualmente el aplastante peso de frases como: “¿Qué habría pasado si… ?” y “Si tan solo hubiera…”.
No todas las familias que se ven afectadas por alguna adicción experimentan lo mismo, pero en el caso de mi familia, la adicción de mi hermano ha ocasionado desacuerdos en cuanto al modo de afrontar la situación. Se han producido indirectas concernientes a “permisividad” y se han herido sentimientos entre mis hermanas y yo cuando la atención de mis padres se centra constantemente en nuestro hermano. En ocasiones, todos nos vemos obligados a andar con pies de plomo frente a los demás.
La adicción es como una tormenta que se avecina; es una nube constante de incertidumbre y preocupación que pende sobre nuestra cabeza. Aunque siempre estemos alerta, a la espera de que caiga un rayo, cada vez que lo hace, nos toma con la guardia baja y nos hace entrar en pánico absoluto; siempre. Es un círculo vicioso interminable.
Cuando mi hermano sufrió la sobredosis, hacía dos años que no consumía drogas. Finalmente veíamos la luz tras verlo librar la batalla contra las brutales consecuencias de la adicción durante más de una década. Sin embargo, en el momento en el que se expuso de nuevo a su vicio, se derrumbó todo aquello por lo que se había esforzado en edificar.
Después de atisbar brevemente la libertad en el horizonte, la recaída de mi hermano nos lanzó al tempestuoso, complicado y aparentemente ineludible huracán de la adicción; que es una tormenta que abofetea al adicto, mientras también zarandea a sus seres queridos de un lado a otro.
El presidente Russell M. Nelson explicó las adicciones del siguiente modo: “De una primera experimentación considerada trivial, puede desencadenarse un ciclo de vicio. De probar surge un hábito; del hábito, viene la dependencia; de la dependencia, viene la adicción. Sus cadenas atrapan a la persona de forma gradual, y los grilletes esclavizantes del hábito son demasiado pequeños para percibirlos hasta que llegan a ser demasiado fuertes para romperlos”1.
A mi familia y a mí nos devastaron sentimientos de completa y total traición.
No obstante, lo que a menudo olvidamos acerca de la adicción es que cuando mi hermano recae, no elige su adicción por encima de su familia; más bien, afronta a diario una tentación casi insoportable que nosotros no podemos comprender plenamente.
Podemos encontrar al Salvador al tocar fondo
Recostada en la cama, ya podía sentir cómo la preocupación familiar regresaba a mi mente. Me hallaba desesperanzada, derrotada y dolida. Aunque rogué a Dios que me quitara el dolor del corazón y diera a mi hermano la fortaleza para volver a vencer esa prueba, tenía la certeza de que jamás podría escapar del sombrío abismo de la desesperanza después de ver a mi hermano tan abatido.
Sin embargo, de algún modo, lo logré.
Cada vez que me veo tocando fondo, ya sea producto de la adicción de mi hermano o a causa de otras pruebas que afronto, logro ponerme de pie, estabilizar el barco y empezar a navegar una vez más. Quizás parezca imposible, pero eso es lo maravilloso de la gracia y la misericordia del Salvador: cuando pongo mi vida en Sus manos, Él hace que lo imposible sea posible. Tal como enseñó el apóstol Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).
Los momentos de desesperación, los momentos en que toco fondo, llegan generalmente cuando la vida va bien, cuando me siento en la cima del mundo y entonces, de la nada, me veo cayendo y recibo una bofetada. Quedo boca abajo, en el suelo inclemente donde se toca fondo. La caída es repentina, inesperada y dolorosa. Sin embargo, sorprendentemente, tras pasar una buena cantidad de tiempo de mi vida “en el fondo” al atravesar diferentes pruebas, he aprendido que tocar fondo también puede ser hermoso, ya que cuando nos rodea la oscuridad total, la luz del Salvador sigue brillando con intensidad. Cuando toquen fondo, recuerden las palabras del élder Jeffrey R. Holland, del Cuórum de los Doce Apóstoles: “No es posible que se hundan tan profundamente que no los alcance el brillo de la infinita luz de la expiación de Cristo”2.
Los momentos en que he tocado fondo me han ayudado a comprender mejor el poder de la expiación de Jesucristo. Cuando siento pesar por mi hermano y creo que nadie entiende lo que estoy pasando, sé que el Salvador entiende; también sé que entiende la adicción de mi hermano de una manera que nadie más puede entender. Por más que aborrezca esas caídas repentinas y terribles hasta tocar fondo, agradezco los momentos en que el Salvador me ha ayudado a ponerme de pie cuando no he tenido la fortaleza para hacerlo por mi propia cuenta. En cuanto a la adicción de mi hermano, el Salvador me fortalece para que le tenga compasión en vez de juzgarlo o culparlo, para que sea comprensiva con él aun cuando no entiendo plenamente aquello contra lo que él lucha, y para que lo perdone y lo ame a pesar de cuántas veces me hayan herido sus decisiones.
Brindar apoyo a quienes afrontan las adicciones
Sin duda, mi hermano es una buena persona; es bondadoso y respetuoso; es humilde y amable; es inteligente y muy gracioso; es un amado tío, un gran amigo y un miembro muy querido de mi familia. No es una mala persona en absoluto. Es un hijo de Dios con un valor infinito que ha llegado a quedar atrapado por Satanás y sus propias adicciones por haber tomado algunas malas decisiones. Como ha enseñado el presidente Dallin H. Oaks, de la Primera Presidencia: “Los pequeños actos de desobediencia y las faltas menores en el ejercicio de la rectitud nos empujan hacia un desenlace que se nos ha advertido evitar”3. A pesar de las malas decisiones de mi hermano, él y cualquier otra persona que luche contra alguna adicción, así como sus familias, necesitan apoyo y fortaleza.
Mi familia sufrió en silencio por las dificultades de mi hermano durante mucho tiempo y soportamos una vergüenza autoimpuesta durante años. La adicción era un tema tabú, así que no hablábamos de ella. Pensábamos que la drogadicción no debía afectar a las familias que hacían todo lo posible por vivir el Evangelio y seguir a Jesucristo; temíamos mucho lo que pudieran pensar los demás si se enteraban. Mis padres se culpaban a sí mismos constantemente por las decisiones de mi hermano, yo ocultaba a mis amigos lo que sucedía, y rehuíamos toda pregunta sobre mi hermano. No teníamos idea de que, al no hablar al respecto, hacíamos nuestras circunstancias más dolorosas de lo que ya eran.
Ahora afronto la adicción de mi hermano de una manera diferente; y esa es la palabra clave: afrontar. Durante muchos años, evité el asunto y lo oculté de todos los demás, pero ahora lo afronto sin rodeos junto a mi familia. Procuramos apoyo y tratamos de apoyar a otras personas. Conforme han transcurrido los años, hemos descubierto que las adicciones afectan a muchas familias en muchas formas diferentes, y no hay necesidad de sentir vergüenza ni de ocultarlo. Debe hablarse al respecto, y quienes hayan resultado heridos por las adicciones —ya sea que fueren seres queridos o personas que luchan contra ellas— necesitan hallar menos prejuicios y más apoyo, compasión, comprensión y amor. Nadie debería sufrir en soledad.
Hallar la paz en medio de la tormenta
Aunque oré durante años para pedir que se quitara la adicción de mi hermano, he aprendido que no se puede forzar su albedrío. Él conserva parte de su albedrío y toma sus propias decisiones, incluso dentro de las cadenas de la adicción. Mi hermano cuenta con mi familia y conmigo, y lo amamos, pero no podemos forzarlo a cambiar. Él es el factor decisivo. Así que, cuando nos vemos atrapados en el furioso huracán que rodea a mi hermano, a veces parece que no hubiera salida; como les sucede a muchas otras personas que afrontan adicciones, parece como si nunca fuéramos a escapar. No obstante y sin excepción, podemos contar con el Salvador, que nos ofrece pequeños momentos de libertad mediante sentimientos de paz y de alivio, y mediante el conocimiento de que algún día todo estará bien.
La manera del Salvador de brindarme paz no siempre es instantánea ni un milagro espectacular. Cuando afronto los vientos huracanados de la adicción, a menudo recuerdo cuando el Salvador dormía durante la tempestad, mientras navegaba en el mar de Galilea. En aquel momento, Sus apóstoles estaban aterrados; escogieron centrarse en la tormenta en vez de centrarse en el Salvador; sin embargo, Él estaba a su lado todo el tiempo. Jamás se apartó de ellos; además, acudió a su rescate, aun cuando dudaban de Él (véase Marcos 4:36–41).
He llegado a entender que el Salvador tampoco dejará que me ahogue; jamás lo hará. En mi caso, siempre han sido las pequeñas situaciones en que el Señor me extiende misericordia lo que me mantiene remando contra las tempestuosas olas que la vida me presenta. Él me ha dado el poder de mantener la calma y la serenidad cuando mi hermano me necesitaba, me ha ayudado a reunir las fuerzas suficientes para levantarme de la cama en los días en que creía ya no tenerlas, y continúa brindándome paz a pesar de mi constante y debilitante temor a lo desconocido.
Siempre existe esperanza
Puesto que a menudo oímos sobre las tragedias relacionadas con las sobredosis de drogas, la intoxicación con alcohol, o los muchos divorcios debido a la pornografía, las adicciones pueden parecer una desalentadora causa perdida, pero no siempre tiene que ser así. Debido al Salvador, podemos tener una esperanza real en cualquier situación.
Aunque ignoro cómo concluirán las dificultades de mi hermano, sigo aferrándome a la esperanza, aun cuando parezca en vano. Ayuno y además, ahora oro para pedir entendimiento, comprensión y guía, en vez de pedir que su adicción se sane instantáneamente. Puedo notar el progreso personal y espiritual en mí, que ha surgido de esta prueba de una década de duración. Me valgo de tantos recursos como puedo a fin de entender lo incomprensible; y estoy dispuesta a recibir el magnífico sostén de amigos y de líderes de la Iglesia.
Pero, principalmente, confío en el Salvador y en Su poder de sanar y salvar. Su expiación es real; no hay mayor consuelo que saber que Él entiende a la perfección lo que afrontamos tanto mi hermano como yo. En Salmos 34:18 se enseña: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón, y salva a los contritos de espíritu”.
Sé que está cerca de mí en los momentos en que mi corazón está quebrantado, y sé que siempre contaré con Él para que me ayude a recuperarme de nuevo. No solo observa el huracán desde la orilla, sino que la mayoría de las veces está en el barco, afrontando los enfurecidos vientos y olas conmigo. El Salvador sigue calmando los mares tempestuosos de mi vida, y me permite progresar y sentir la paz verdadera.