Historia de la Iglesia en el Área
Nuestro sellamiento en el templo, una bendición después de la prueba de nuestra fe
Decidimos utilizar una lata grande para ir depositando allí nuestros ahorros para poder viajar al templo. Nuestro hijo Edward puso cada día, durante cuatro meses, los diez centavos que le dábamos para comprar su merienda en la escuela.
Cuando Roberto y yo nos casamos, deseábamos más que nada sellarnos en el templo. Era una meta difícil de alcanzar, pues pagar el viaje estaba fuera de nuestras posibilidades.
Roberto trabajaba en el Instituto Nacional Agrario como dibujante y topógrafo. Ganaba 400 lempiras al mes. Yo trabajaba también. Era instructora y supervisora en una empresa y ganaba 250 lempiras. Aunque mi salario no era alto, me permitía colaborar un poco con los gastos de la casa.
En enero de 1974, nos reunimos en consejo familiar, y acordamos ahorrar lo más que pudiéramos para ir al Templo de Mesa, Arizona. Decidimos utilizar una lata grande para ir depositando allí nuestros ahorros para viajar al templo.
La fe es un principio de acción
Le dábamos a nuestro hijo, Edward, diez centavos todos los días para que comprara su merienda en la escuela. Edward tenía apenas nueve años, pero su fe era grande. Cada día lo veía depositar los diez centavos en la lata de ahorros para nuestro viaje al templo.
Los domingos, mi esposo salía temprano para ir a las reuniones de distrito que empezaban a las cinco de la mañana. Roberto me dejaba un lempira para que Edward y yo nos fuéramos en taxi a la capilla. Cada trayecto costaba cincuenta centavos. Edward me pedía caminar de ida y vuelta a la Iglesia para poder depositar el dinero en la lata de ahorros. Caminábamos alegremente tres kilómetros de ida y tres de vuelta. En ese entonces yo estaba embarazada de mi segundo hijo, Jared.
Nuestro plan era viajar en mayo de ese año. En vez de viajar al Templo de Mesa, decidimos ir al Templo de Los Ángeles, California, con el hermano Óscar Nilo Martínez y su familia. Ellos habían viajado al Templo de Mesa el año anterior y conocían el trayecto. También vendrían con nosotros el hermano Ricardo Galeas y su familia, y Guillermo, un amigo de los Martínez, quien ayudaría a Óscar a comprar unos vehículos en los que haríamos el viaje de regreso.
Llegó la semana en que viajaríamos. Durante la noche de hogar mi esposo abrió la alcancía y, ¡qué horror!, solo había 99 lempiras. Ahora me causa gracia, pero en aquel día rompí en llanto. Mi esposo me dijo: “Tenga fe, no se ponga a llorar. Vamos a ir, no sé cómo, pero vamos a ir.
“Hemos estado orando, ayunando, pagando nuestros diezmos y ofrendas”, agregó Roberto. “También hemos servido en la obra del Señor con dedicación y hemos guardado Su día santo. Así que no se preocupe; Él proveerá”, me dijo dulcemente.
Sus palabras me calmaron. Dos días después, mi esposo llegó muy feliz mostrándome dos mil lempiras. Me dijo que era el dinero para ir al templo. Yo estaba muy asombrada, y él me explicó que consideraba que era una gran bendición. Resulta que el hermano de mi esposo le había enviado ese dinero para comprar el terreno que un vecino tenía en venta. La compraventa ya no se hizo, y su hermano le prestó el dinero para nuestro viaje.
Pensé que todo estaba listo, pero cuál fue mi sorpresa cuando mi jefe me informó que no me darían permiso de ausentarme de mi trabajo, porque había sobrecarga de pedidos de exportación.
El dueño de la empresa me conocía de tiempo atrás, y observándome me dijo: “Argentina, ¿qué te pasa?” Yo en realidad no creí necesario explicarle, pues pensé renunciar si no conseguía el permiso. Él me llamó a su oficina y me preguntó de nuevo. Entonces le expliqué que el ingeniero de la planta me había informado que no sería posible ausentarme y que yo pensaba renunciar.
Le expliqué el principio del sellamiento y las familias eternas. También le dije que el templo más cercano estaba en los Estados Unidos, y que por eso tendríamos que viajar. Con firmeza me dijo: “Esta es mi empresa, y yo he decidido darte permiso. Tómate el tiempo que necesites. Tu trabajo estará aquí cuando regreses”. Estoy segura de que el Señor fue quien ablandó su corazón.
Emprendimos nuestro viaje por vía terrestre transbordando de un bus a otro. Llegamos a la frontera entre Guatemala y México. Tuvimos dificultades para pasar por lo avanzado de mi embarazo. Mi ginecóloga me había escrito una carta, y con esta, finalmente nos dejaron continuar. En el Distrito Federal nos hospedó la familia Luna, amigos de los Martínez.
Dios escuchó mis oraciones
Continuamos hacia la frontera de Tijuana. Por alguna razón no dejaron pasar a Guillermo. Sin él no podríamos regresar a San Pedro Sula, pues él era quien compraría los vehículos en los que viajaríamos de vuelta.
Es mi costumbre orar viendo al cielo. Así que salí del edificio, y elevé la mirada para hablar con mi Padre Celestial. Le supliqué con todas mis fuerzas que nos ayudara. Al terminar de orar, tuve la clara impresión de volver con el agente de migración que había atendido a mi familia. Hablaba español a la perfección, y yo pude explicarle que viajábamos en grupo, y que necesitábamos llegar y volver todos juntos. Me hizo algunas preguntas y luego, yo le supliqué su ayuda. Llamó a Guillermo, y autorizó su ingreso. Para mí fue un milagro del cielo, en respuesta a mi oración.
Tomamos entonces un microbús que nos llevó a la ciudad de Los Ángeles y pasamos esa noche en un hotel. Mi esposo era el único del grupo que hablaba inglés. Esa noche encontró en el directorio de teléfono los datos de uno de los centros de reuniones, y los datos del obispo. Inmediatamente lo llamó, y al día siguiente fueron por nosotros y nos hospedaron a todos, él y otras familias.
Cuando conocí a Roberto, mi esposo, yo era una madre sola. Él adoptó a Edward e íbamos a sellarnos los tres como familia eterna. Era la norma que las parejas que no eran recién casadas debían de esperar un año para su sellamiento. Nosotros no lo sabíamos y nos enteramos en el mostrador del templo. Teníamos solamente seis meses de casados. Pensé que no podríamos sellarnos, así que empecé a orar de nuevo.
Llamaron a las oficinas de la Primera Presidencia, en donde el presidente Spencer W. Kimball, después de analizar nuestro caso, autorizó el sellamiento. Nuevamente la misericordia del Señor estaba con nosotros. Ese día, 18 de mayo de 1974, fue realmente glorioso. Por siempre estaré agradecida por la gentileza de quienes nos ayudaron ese día, sobre todo, por la bondad del Señor hacia mi familia. Él conocía los anhelos de nuestros corazones; sabía los muchos sacrificios que habíamos hecho.
No podía evitar llorar debido al gran gozo que sentía, especialmente cuando estábamos arrodillados frente al altar en el salón de sellamientos. Recuerdo muy bien cuando llevaron a nuestro pequeño Edward, vestido de blanco. En su carita no cabía la alegría. Mi pequeño niño había depositado todo lo que tenía en el bote de ahorros. Había decidido no comprar su merienda en la escuela. Había decidido caminar seis kilómetros cada domingo, por cuatro meses, para poder poner un lempira más cada semana. Sus ojitos brillaban de gozo. Fue una experiencia maravillosa.
Las bendiciones que recibimos a nuestro regreso
Salimos del templo comprometidos con el Señor para hacer avanzar Su obra aquí en San Pedro Sula. Estábamos dispuestos a dar lo mejor de nosotros. Teníamos la determinación de volver cada año al templo.
El vehículo en el que volvimos tenía muchos problemas mecánicos. Nosotros decimos que el auto no volvió solo con gasolina, sino con muchas oraciones.
Una vez de vuelta en San Pedro Sula, a mi esposo lo llamó uno de los ingenieros del Instituto Nacional Agrario, pidiéndole que cubriera su puesto por un mes, y que le pagarían 2000 lempiras. Era otra bendición del Señor. El trabajo se extendió un mes más, con otra paga igual. Esto nos permitió no solo devolverle el dinero a mi cuñado, sino prepararnos para el nacimiento de Jared.
Años después, en el 2012, mi esposo fue llamado como presidente del Templo de Tegucigalpa, Honduras, y yo servía como directora de las obreras. Cada vez que veía llegar grupos que venían de lejos, recordaba nuestro primer viaje al templo. Venían a mi mente todos aquellos sacrificios y milagros que nos llevaron al templo y de vuelta a casa.
Con un corazón agradecido preparaba para ellos los alimentos que me fuera posible. Los empacaba y se los daba a esos fieles hermanos para que su viaje de vuelta fuera más fácil.
Han pasado 46 años desde que nos sellamos. Amamos a cada uno de nuestros seis hijos, Edward, Jared, Josué, Gina Rebeca, Dulce Rocío, y Raúl Isaac. Los seis están sellados en el templo con nosotros y con sus parejas. Las bendiciones han sido incontables. Sabemos que podemos estar juntos para siempre como familia. Este es un consuelo y una enorme bendición por la que siempre estaré agradecida.