“Señor, te necesito”
El autor vive en Utah, EE. UU.
Cuando ya no sabíamos qué más enseñar, mi compañero sugirió que cantáramos un himno en particular.
Durante mi misión en Balsan, Corea, una agradable tarde de domingo, mientras mi compañero y yo nos despedíamos de los miembros después de las reuniones de la Iglesia, y cuando ya estábamos por irnos a trabajar, el líder misional del barrio nos presentó a un jovencito de doce años llamado Kong Sung–Gyun que había asistido a la Iglesia ese día y quería saber más acerca del Evangelio.
Por supuesto, nos entusiasmó la idea de enseñarle, pero, al mismo tiempo, me sentía un tanto nervioso de enseñar a alguien tan joven. Decidimos asegurarnos de que contara con el permiso de sus padres, por lo que llamé a su casa y hablé un momento con la mamá, Pak Mi–Jung. Me sorprendió cuando ella me dijo que se alegraba de que su hijo quisiera asistir a la Iglesia y que tendría mucho gusto en que le enseñáramos en su casa.
Investigadores inesperados
A la noche siguiente, listos para enseñar, llegamos a la casa del muchacho y nos quedamos agradablemente sorprendidos al enterarnos de que Pak Mi–Jung quería que le enseñáramos también a su hija, Kong Su–Jin, y que, como todavía éramos extraños para la familia, ella quería estar presente durante las lecciones. Naturalmente, estábamos contentos de enseñar a cuantas personas quisieran escuchar.
Después de que nos sirvieron unos refrescos, nos sentamos y comenzamos a conversar. En lugar de que empezáramos en seguida con la lección, Pak Mi–Jung quería conocernos mejor y explicarnos las circunstancias en las que se encontraba la familia. Nos contó las pruebas y dificultades que habían tenido recientemente, incluso la lucha que su hijo había tenido con el cáncer. Había recibido tratamiento de radiación con éxito y el cáncer estaba en remisión, pero los médicos les habían advertido que en cualquier momento podía volver. Eso había sido muy difícil para todos. Era una familia de trabajadores y el padre se veía obligado a trabajar muy arduamente sólo para que tuvieran donde vivir y comida en la mesa.
Me impresionó y entristeció mucho enterarme de las dificultades que tenían. La vida no era fácil para ellos, pero la unión que había en esa familia era considerablemente más evidente de lo que había observado en cualquier otra familia de Corea, lo que es mucho decir para una sociedad como la de los coreanos, tan centrada en el núcleo familiar. Al salir aquella noche de su casa habíamos llegado a conocer mejor a esa familia especial y habíamos tenido la oportunidad de compartir con ellos mensajes del Evangelio.
Mi compañero y yo regresamos varias veces esa semana para enseñarles, y en cada una de nuestras visitas percibimos el mismo sentimiento de calidez y generosidad que habíamos sentido la primera vez. Cuando tratamos el tema del bautismo, ambos jóvenes se mostraron muy entusiasmados por unirse a la Iglesia, pero la madre no compartió ese entusiasmo. Aun cuando lo que les habíamos enseñado le gustaba y esperaba que fuera verdad, no sentía que le era posible hacer y mantener la clase de compromiso que la Iglesia exigía. Además, no le parecía apropiado bautizarse sin el esposo, a quien todavía no habíamos conocido. Sin embargo, estaba totalmente dispuesta a continuar reuniéndose con nosotros y también a asistir a la Iglesia con sus hijos.
Hacia el final de la segunda semana, mientras seguíamos enseñándoles, conocimos a su esposo, Kong Kuk–Won, un hombre humilde, simpático y generoso. Él estuvo presente en las últimas charlas y de inmediato creyó en todo lo que enseñamos, incluso algunas doctrinas que a otras personas les es difícil aceptar, como la del diezmo y la Palabra de Sabiduría. A pesar de su situación económica, que era casi indigente, empezaron a pagar el diezmo. El único obstáculo que enfrentaba el hombre era que tenía que trabajar los fines de semana. Trabajaba en el aeropuerto internacional de Seúl todos los domingos, por lo que le era imposible asistir a la Iglesia con el resto de la familia. Pese a su horario de trabajo, él y la esposa hicieron arreglos para asistir al bautismo de los hijos el domingo siguiente.
Después de los bautismos, seguimos visitando con frecuencia su hogar; efectuábamos con ellos noches de hogar, compartíamos pasajes de las Escrituras y experiencias espirituales, y también los presentamos a los miembros del barrio. No obstante, a pesar de las continuas experiencias que tenían con el Evangelio, los padres no demostraban interés en bautizarse.
Entretanto, a mi compañero lo trasladaron y el misionero que lo remplazó acababa de salir del centro de capacitación misional. Estaba lleno de fe, energía y entusiasmo, y la verdad es que me era difícil seguirle el ritmo. Después de reunirnos varias veces con Kong Kuk–Won y Pak Mi–Jung, un día él me preguntó si mi compañero anterior y yo habíamos ayunado con ellos; le dije que no. En realidad, nunca se me había ocurrido hacerlo. De modo que nos reunimos con la familia y les propusimos hacer un ayuno juntos. Quedé muy sorprendido cuando nos enteramos de que ya habían estado ayunando regularmente, tanto por la salud de su hijo como por un cambio de horario en el trabajo de Kong Kuk–Won, para que pudiera asistir a la Iglesia. Después de que mi compañero y yo ayunamos con ellos, nuestras oraciones fueron contestadas y a Kong Kuk-Won le cambiaron el horario de trabajo; pero Pak Mi–Jung permanecía inflexible en su determinación de no bautizarse.
Una idea inspirada
Mi compañero tuvo entonces otra idea brillante: sacó del bolsillo su pequeño himnario y les preguntó si les parecía bien que cantáramos con ellos. Aunque habíamos cantado juntos en otras oportunidades, nunca había visto cantar a Mi-Jung y simplemente pensé que no le gustaba o que no quería hacerlo porque no estaba familiarizada con la música. Mi compañero le preguntó cuál era su himno favorito y, para mi gran sorpresa, se emocionó mucho y contestó que desde niña su himno preferido había sido “Señor, te necesito” (Himnos, Nº 49). Comenzamos a cantar a cuatro voces; el padre cantó la melodía, la madre la voz de contralto, mi compañero la de tenor y yo la de bajo.
Sentimos fuertemente el Espíritu. Al llegar a la tercera estrofa, sobrecogida de emoción, dejó de cantar mientras nosotros continuamos:Te necesito, sí,
en mal o bien.
Conmigo a morar
oh pronto ven.
Señor, te necesito;
sí, te necesito.
Bendíceme, oh Cristo;
vendré a ti.
Cuando terminamos la cuarta estrofa, ella estaba sollozando; el esposo trató de consolarla y, poco a poco, se fue calmando; entonces, me miró a los ojos y me dijo: “Tengo que bautizarme”.
El servicio bautismal de Kong Kuk-Won y Pak Mi-Jung aquel domingo por la tarde fue uno de los más espirituales de mi misión. Sus hijos tomaron parte en el programa y muchos de los miembros locales asistieron para demostrar su apoyo a la nueva familia de conversos del barrio. Mi compañero y yo presentamos un número musical especial: “Señor, te necesito”.
Con el tiempo, llegó el día en que terminé la misión y regresé a casa. Después de un año de estudios universitarios, volví a Corea para hacer una práctica de verano, y todos los fines de semana tomaba tiempo para visitar a los muchos amigos y familias especiales que había conocido en la misión. Después de unas semanas, viajé a Balsan y fui a ver a aquella familia tan querida. Al llegar a su casa, noté que faltaba alguien: el hijo. Con lágrimas en los ojos, Pak Mi-Jung me dio la noticia de que el cáncer le había vuelto y que, después de cumplir los catorce años, el muchacho había perdido la batalla.
Mientras trataba de expresarles mis condolencias y también de contener el dolor que yo mismo sentía, Kong Kuk-Won me aseguró que todo estaría bien. Amaban el Evangelio, asistían fielmente a la Iglesia y esperaban con anhelo el día en que su familia se sellase por toda la eternidad en el Templo de Seúl, Corea; y, no obstante el gran pesar que sentían, sabían que volverían a ver a Kong Sung-Gyun y a estar juntos otra vez. Pak Mi-Jung comentó también que el cantar himnos diariamente le ayudaba a tener la fortaleza para hacer frente a la situación y sentir la paz que brinda el Espíritu.
Al salir de su casa aquella noche, reflexioné otra vez sobre las palabras del himno favorito de Pak Mi-Jung. Me siento agradecido de que el Padre Celestial haya bendecido a esa familia con paz después de la muerte de su hijo y, especialmente, por la función que desempeñó el Espíritu en la conversión de Pak Mi-Jung, lo cual permitió que la familia pudiera recibir las bendiciones eternas del templo.