El Espíritu me susurró
Christina Albrecht Earhart, Washington, EE. UU.
“¡Eh, niños! ¡Regresen!”, exclamó una voz frenética.
Me di la vuelta y observé a dos niños de unos cinco y siete años que corrían por el estacionamiento de la tienda con lágrimas en el rostro. El vendedor que los llamaba se veía preocupado.
Al voltear nuevamente hacia mi auto, el Espíritu me susurró: “Tú puedes ayudar en esa situación”. El susurro fue suave, pero tan claro, que un momento después iba corriendo por el estacionamiento hacia los niños.
Encontré al mayor de pie junto a una camioneta color café. Me acerqué y me arrodillé junto a él.
“Hola. Me llamo Christina. ¿Estás bien?”
Al oírme, lloró más fuerte y escondió el rostro con sus brazos. El vendedor y el otro niño se nos acercaron.
“Creo que sólo hablan francés”, dijo el vendedor. “Los encontramos corriendo por la tienda, perdidos”.
Me presenté de nuevo a los niños en francés. El francés era mi idioma materno, pero no lo había hablado desde que una familia de habla inglesa me había adoptado cuando era pequeña. Generalmente no hablo muy bien francés; sin embargo, en ese momento lo hablé con fluidez y en forma natural. Las palabras eran claras en mi mente y al decirlas mientras consolaba a los niños.
Entre sollozos, el niño mayor explicó en un rápido torrente de palabras que él y su hermano no podían encontrar a sus padres por ningún lado en la tienda y que habían salido corriendo afuera para buscarlos. Al escucharlos, me di cuenta, vagamente, de lo increíble que era que no sólo estaba conversando fácilmente en francés, sino que también entendía y podía consolar a dos niños asustados.
“No encuentran a sus padres y quieren esperarlos aquí junto a su auto”, le dije al vendedor. El niño más pequeño me dijo los nombres de sus padres, y se los dije al vendedor para que los pudiera vocear. Unos minutos más tarde, el niño vio a su padre salir de la tienda y corrió hacia él.
Al seguir al niño hasta donde estaba su padre, me di cuenta de que ya no podía ni siquiera despedirme en francés. Intenté en vano decir algo que los niños entendieran, pero no pude decir nada excepto unas cuantas palabras al azar. Finalmente, recurrí al inglés, y le dije al niño: “Adiós. Me dio gusto conocerte”.
Al dejar a los niños con sus padres, me sentí llena de gratitud. El Padre Celestial había trabajado por medio de mí para consolar a dos de Sus pequeñitos. Me sentí humilde de que el Señor magnificara mi capacidad limitada para cumplir Sus propósitos. Agradecí haber sido testigo de lo que puede suceder si nos ofrecemos a Él cuando se nos necesita, incluso en la más improbable de las situaciones.