2015
Sobre los corderos y los pastores
Julio de 2015


Hasta la próxima

Sobre los corderos y los pastores

Mi amiguito estaba atemorizado por la tormenta y yo oía sus balidos.

photo of a lamb laying down

Fotografías por Suren Manvelyan/Thinkstock.

Cuando era niño, una vez mi padre encontró un cordero perdido en el desierto. El rebaño en el que se encontraba su madre se había desplazado a otro lado; de alguna manera el cordero había quedado separado de la oveja y quizás el pastor no se había dado cuenta de que el pequeño se había extraviado. Puesto que no hubiera sobrevivido en el desierto, mi padre lo recogió y lo llevó a casa. El haberlo dejado allí hubiera significado una muerte segura, ya fuera al ser víctima de los lobos o morir de hambre, pues era tan pequeño que aún necesitaba leche. Algunos pastores llaman a estas ovejas “vagabundas”. Mi padre me dio el corderito y yo me convertí en su pastor.

Durante varias semanas, calentaba leche de vaca y se la daba en un biberón para alimentarlo; nos hicimos muy amigos. No recuerdo por qué razón, pero le puse el nombre de Nigh. Empezó a crecer; el cordero y yo jugábamos en el pasto; a veces nos acostábamos juntos en el césped y yo recostaba la cabeza en su suave y mullido costado para contemplar el cielo azul y las blancas y ondulantes nubes. No era necesario encerrarlo durante el día, ya que no trataba de escaparse. Muy pronto aprendió a comer pasto. Yo lo llamaba desde dondequiera que estuviera tan sólo imitando, lo mejor que podía, el balido de una oveja: Baa, baa.

Una noche se desató una terrible tormenta. Se me había olvidado encerrar el cordero en el granero, como debí haberlo hecho, y me fui a acostar. Mi amiguito estaba atemorizado por la tormenta y yo oía sus balidos. sabía que debía salir a ayudarlo, pero también quería quedarme protegido, abrigado y seco en la cama, y no me levanté como debí haberlo hecho. A la mañana siguiente, cuando salí, lo encontré muerto; un perro también lo había oído balar y lo había matado. Me agobió un gran dolor; yo no había sido un buen pastor ni un buen mayordomo de aquello que mi padre me había confiado. Mi padre me dijo: “Hijo, ¿no podía confiar en ti para que cuidaras a tan sólo un cordero?”. Las palabras de mi padre me hirieron más que el haber perdido a mi lanudo amigo. Aquel día, cuando era apenas un niño, decidí que jamás volvería a descuidar mi mayordomía como pastor si alguna vez me encontraba en esa situación de nuevo…

Después de más de sesenta años, todavía oigo en la mente el balido, el asustado gemido del cordero de mi niñez que no cuidé como debía. También recuerdo el amoroso regaño de mi padre: “Hijo, ¿no podía confiar en ti para que cuidaras a tan sólo un cordero?”. Si no somos buenos pastores, ¿me pregunto cómo nos sentiremos en las eternidades?

Tomado de “Las responsabilidades de los pastores”, del presidente James E. Faust, Liahona, julio de 1995, págs. 51-52.