Jóvenes adultos
Cristo ha sentido mi dolor
Un recordatorio sutil sobre un aspecto de la Expiación del que me había olvidado condujo a un cambio de actitud y de perspectiva.
Suspiré honda pero calladamente en la oscuridad del cuarto del hospital. Me sentía frustrado, pero no quería molestar a mi madre, que dormía en un sofá cerca de mi cama. Me encontraba recuperándome de mi cuarta cirugía de emergencia en tres semanas, y con otra operación programada para unos dos meses después, durante el verano. Se nos informó que esa operación posterior duraría aproximadamente cinco horas, y que tendría un periodo de recuperación en el hospital de cuatro a seis semanas.
Nací en 1986, y poco después de nacer, me diagnosticaron parálisis cerebral secundaria a la hidrocefalia congénita. La hidrocefalia, conocida como “agua en el cerebro”, es una condición en la cual una persona tiene o demasiado líquido cefalorraquídeo o demasiado poco. En los 28 años que llevo de vida, he tenido más de cincuenta intervenciones quirúrgicas debido a esa condición.
No obstante, el Señor me ha bendecido abundantemente. Uno de los primeros médicos le aconsejó a mis padres: “Llévenlo a casa y denle mucho amor; nunca llegará a ser nada más que un vegetal”. Por suerte, mis padres no le hicieron caso. A lo largo de mi vida, me han animado a hacer y a lograr muchas cosas y nunca me trataron de manera diferente de como trataban a mis hermanos. Gracias a ellos, y a pesar de mi discapacidad, llevo la vida más plena posible.
Oí mi nombre
Sin embargo, en lo que parecía ser la noche más oscura y más triste que jamás había enfrentado, olvidé las muchas bendiciones que había recibido del Señor; pensé únicamente en el estado lamentable de mi vida. Me inundó el pesimismo y empecé a dudar de todo lo que se me había enseñado acerca de mi Padre Celestial y de Su Hijo Jesucristo. Comencé a racionalizar y decirme a mí miso que un Dios amoroso no me habría dejado solo para afrontar esa horrible realidad; y lo peor de todo, que nadie sabía por lo que estaba pasando. Mi familia tenía cierta idea, pero no comprendían plenamente cuán dolorosas habían sido mis experiencias. Nadie lo sabía.
Estaba a punto de expresar esas ideas en oración, cuando oí mi nombre. En medio de mi angustia reconocí la voz del Espíritu que transmitió a mi alma un mensaje de mi Salvador recordándome que no estaba solo. Jesucristo sabía por lo que estaba pasando; Él había sentido mi dolor.
A medida que reflexionaba en ese mensaje, la vergüenza reemplazó la duda. Por compadecerme de mí mismo, me había olvidado de Jesucristo. Se me había enseñado mucho sobre cuánto sufrió el Salvador por nuestros pecados; había olvidado que, en el Jardín de Getsemaní y en la cruz, el Señor también había llevado mi angustia y mi dolor (véase Isaías 53:4; Alma 7:11). Ese recordatorio cambió para siempre mi forma de ver la expiación de Jesucristo. En mi interior, tomé la determinación de que nunca volvería a olvidarlo; ese recordatorio regiría mis pensamientos, palabras y acciones en esta vida y en la venidera.
Ese cambio de perspectiva también produjo un cambio de actitud; al tener presente que no me encuentro solo, he sido más positivo en cuanto a mi situación. Creo que eso sirvió para que me recuperara más pronto de mis operaciones. También contribuyó a que ese verano saliera de la extensa cirugía en menos de tres horas y que se redujera la estadía en el hospital (que originalmente se esperaba que fuera de cuatro a seis semanas) a sólo tres semanas.
Tener valor
Mis discapacidades y las pruebas que afronto debido a ellas no han sido fáciles de sobrellevar; pero debido a que sé que mi Salvador entiende completamente por lo que estoy pasando, aun cuando nadie más lo sepa, sé que Él siempre estará allí para ayudarme. Todo lo que tengo que hacer es poner “mis [cargas] a Sus pies… y gozo me dará” (véase “Cuán dulce la ley de Dios”, Himnos, núm. 66).
Estaré por siempre agradecido a un Salvador que no sólo llevó mis pecados, mis dolores y mis aflicciones, sino que también tomó tiempo para recordarme que lo hizo. Espero que mis experiencias ayuden a los demás a tener valor, a soportar sus cargas, a recordar que no están solos, y que sean bendecidos para perseverar hasta el fin.