Mi isla de fe
Cuando era niña y vivía en la isla Robinson Crusoe, ubicada a unos 670 km de la costa de Chile, mis padres nos enseñaron a mis hermanos y a mí sobre la fe y la perseverancia.
Una de sus lecciones memorables tuvo lugar durante un aguacero torrencial de un domingo. Mis padres sabían que tenían un compromiso que cumplir con el Señor: tenían que ir a la Iglesia. Teníamos los paraguas rotos, así que solo teníamos chaquetas y botas para protegernos de la tormenta. Mi madre tuvo la idea de cubrirnos con bolsas de basura de plástico. No nos daba vergüenza ser las únicas personas que caminaban por la calle, bajo la lluvia. Sabíamos que estábamos haciendo lo que el Señor quería que hiciéramos.
Cuando llegamos a la casa que usábamos como centro de reuniones, nos dimos cuenta de que seríamos los únicos que asistirían aquel día. Muchos domingos eran así. Mi padre prestaba servicio como presidente de rama y, a menudo, dirigía reuniones a las que solo asistían niños y algunas hermanas de la Sociedad de Socorro. Además, bendecía y repartía la Santa Cena.
Echo de menos aquellos días en los que asistíamos a la Iglesia en familia. Todavía atesoro el recuerdo de cantar himnos juntos y de aprender sobre nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo. Mi corazón se encuentra aún en la isla Robinson Crusoe. Todos los recuerdos de mi infancia, incluso las enseñanzas del Evangelio que recibí de mis padres, tuvieron lugar allí.
Con pocos miembros de la Iglesia en la isla, no teníamos los programas o recursos que muchos miembros disfrutaban, pero mis padres nos enseñaron a asistir a la Iglesia, a orar y a leer las Escrituras. Encontré fortaleza y guía mientras leía las Escrituras y tuve momentos de revelación personal. Recuerdo en particular un domingo, cuando recibí la confirmación de servir en una misión.
Cuando era estudiante universitaria en Viña del Mar, Chile, recordaba a mis padres, que iban conmigo caminando a la Iglesia, hubiera sol, lluvia, granizo o viento. Todos los domingos, ese recuerdo me impulsaba a levantarme de la cama, prepararme e ir a la Iglesia, sin importar lo que estuviera ocurriendo afuera.
El evangelio de Jesucristo fue el centro de mi vida como niña y misionera, y lo es ahora como esposa y madre. Ahora que tengo mi propia familia, mi esposo y yo transmitiremos a nuestros hijos el fiel ejemplo de mis padres.