“¡Estoy orgulloso de ti, papá!”
Mi esposa y yo no conocíamos ninguna escuela de Madrid, España, dirigida por miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; pero como deseábamos que nuestros hijos recibieran una educación religiosa, los inscribimos en una escuela de otra religión. Nuestros hijos eran los únicos miembros de nuestra Iglesia que asistían a esa escuela, así que esperábamos que no llegasen a ser objeto de discriminación religiosa.
Un día de octubre de 1999, nuestro hijo Pablo, que tenía entonces 16 años, nos trajo una invitación de su escuela para asistir a una disertación y un debate titulados “Sectas religiosas: el mormonismo”. La disertación estaría a cargo de una prestigiosa autoridad en la materia que había dedicado gran parte de su vida al estudio de las religiones, en particular a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Temiendo que se transmitiera una idea incorrecta de nuestras creencias, me puse en contacto con nuestro presidente de estaca y le informé de la reunión. Anotó la fecha y el lugar y me pidió que hablara con el Departamento de Asuntos Públicos de la Iglesia para ver si podría asistir algún representante que respondiera a las preguntas que surgieran.
Cuando llegó la fecha, mi esposa, mi hijo y yo acudimos a la escuela. El salón donde iba a tener lugar la disertación tenía una capacidad de quinientas personas. Una vez que tomamos asiento, buscamos con la vista a algún miembro de la Iglesia que se encontrara entre la gran multitud que llenaba la sala. No tardamos en descubrir al hermano Quirce, de Asuntos Públicos, quien nos saludó amistosamente con la mano desde el otro extremo de la sala.
Comenzó la reunión y el director de instrucción presentó al orador, reconociendo sus logros e indicando con lujo de detalle las universidades en las que había obtenido sus títulos, tanto académicos como eclesiásticos. El orador comenzó su discurso resumiendo brevemente la historia del cristianismo desde la época de Jesucristo y Sus apóstoles hasta el año 1830, cuando en el mundo se comenzó a oír hablar de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, establecida en los Estados Unidos.
El erudito no se mostró muy severo en su valoración de nuestra fe. Resultaba evidente que había leído muchos de nuestros libros, porque citó con frecuencia versículos del Libro de Mormón y de Doctrina y Convenios. También leyó con mucho detenimiento el relato del profeta José Smith acerca de la Primera Visión. Parecía que pretendía llevar a su audiencia a la conclusión de que, si el mormonismo era en efecto una secta, él no creía que fuera una de las más peligrosas.
Anoté todas las cosas que pensaba que eran erróneas, como cuando dijo que los mormones no eran cristianos y que José Smith había copiado el Libro de Mormón de una antigua novela estadounidense. La disertación entró en muchos detalles y terminó más de 90 minutos después, momento en el cual el salón estalló en aplausos.
Cuando terminaron y dio comienzo el debate, la primera persona que se puso de pie fue el hermano Quirce, que se presentó como miembro de la Iglesia. Explicó cómo obtuvo José Smith las planchas de oro y cuál fue su aporte como Profeta de la Restauración.
Mientras escuchaba al hermano Quirce, de repente sentí la necesidad de ponerme de pie y aclarar ciertos conceptos para que los presentes supieran la verdad acerca de nuestra doctrina y nuestras creencias.
Cuando le dije a mi familia que deseaba tomar la palabra, Pablo se asustó y me dijo: “No, papá, por favor. No digas nada, porque todo el mundo me conoce aquí y puede que tenga problemas con los profesores”. Me parecía una cobardía dejar que el hermano Quirce fuera el único que hablara, pero no quería que mi hijo tuviera problemas, así que por el momento me quedé callado. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, sentía la insistencia cada vez mayor del Espíritu.
Le dije otra vez a mi familia lo que estaba sintiendo, pero mi hijo seguía pidiéndome que no me levantara. Al final, incapaz de seguir resistiéndome a la influencia del Espíritu, me puse de pie lentamente y me dirigí hacia el hermano Quirce por detrás del auditorio. Entre la multitud se oyó un murmullo de sorpresa: “Es otro mormón”.
Cuando el hermano Quirce terminó su intervención, me puse a buscar los apuntes que había guardado en el bolsillo, pero para mi sorpresa, estaba vacío. Los había dejado en el asiento. En ese mismo momento, me tocaba a mí tomar la palabra.
No sabía por dónde empezar. Todo lo que pretendía decir había desaparecido de mi mente. Comencé diciendo que era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días desde hacía 26 años, y que sabía que es la única Iglesia verdadera sobre la tierra, que Jesucristo la restauró mediante el profeta José Smith, y que Jesús es el Hijo de Dios, nuestro Salvador y Redentor.
No me acuerdo cuánto tiempo estuve hablando ni las palabras que pronuncié. Sólo recuerdo que el silencio era estremecedor y que sentía la mirada de quinientos pares de ojos sobre mí. Cuando terminé, agradecí a los presentes la oportunidad de expresar mis creencias, me di vuelta y abandoné la sala. Me quedé en paz, pero me temblaban las piernas.
Cuando terminó la reunión y pude reunirme con mi familia, mi hijo se me acercó y me dijo: “Papá, has hecho lo correcto. Has compartido un testimonio precioso, y has hablado con poder y autoridad. ¡Estoy orgulloso de ti, papá!”.
Pablo sabía que quizá tendría dificultades en la escuela por lo que yo había hecho, pero para él lo más importante era saber que su padre tenía un testimonio que estaba dispuesto a defender.