La búsqueda del conocimiento espiritual
Les contaré una experiencia que tuve antes de que se me llamara como Autoridad General, la cual me afectó profundamente. Estaba sentado en un avión junto a un ateo declarado que insistía con tanta vehemencia en su incredulidad en Dios que compartí mi testimonio con él. “Está equivocado”, le dije. “Hay un Dios. ¡Yo sé que Él vive!”
Él protestó: “No lo sabe. ¡Nadie lo sabe! ¡No puede saberlo!”. Pero al ver que yo no cedía, ese ateo, que era abogado, formuló lo que quizá sea la gran pregunta en lo que respecta al testimonio. “Muy bien”, dijo con un tono despectivo y condescendiente, “usted dice que lo sabe. Dígame cómo lo sabe”.
Cuando intenté responder, a pesar de que poseía títulos académicos superiores, no logré comunicarme.
Cuando utilicé las palabras Espíritu y testimonio, el ateo respondió: “No sé de qué me habla”. Las palabras oración, discernimiento y fe tampoco tenían ningún significado para él. “¿Lo ve?”, dijo, “no lo sabe de verdad. Si así fuera, sería capaz de decirme cómo lo sabe”.
Tuve la impresión de que quizá había compartido mi testimonio con él de manera imprudente y no sabía qué hacer, pero en ese momento se produjo mi experiencia espiritual. Acudió a mi mente un pensamiento y mencionaré ahora una declaración del profeta José Smith: “Una persona podrá beneficiarse si percibe la primera impresión del espíritu de la revelación. Por ejemplo, cuando sentís que la inteligencia pura fluye en vosotros, podrá repentinamente despertar en vosotros una corriente de ideas… y así, por conocer y entender el Espíritu de Dios, podréis crecer en el principio de la revelación hasta que lleguéis a ser perfectos en Cristo Jesús”1.
Se me ocurrió algo y le dije a esa persona atea: “Permítame que le pregunte si sabe qué sabor tiene la sal”.
“Claro que sí”, respondió él.
“Entonces”, dije, “suponiendo que yo nunca haya probado la sal, explíqueme exactamente cuál es su sabor”.
Tras pensar un poco, dijo: “Pues, esto… no es dulce ni amarga”.
“Me ha dicho lo que no es, pero no lo que es”.
Tras varios intentos, por supuesto, no pudo hacerlo. No logró expresar, sólo con palabras, una experiencia tan común como la de probar la sal. Expresé mi testimonio con él una vez más y le dije: “Sé que hay un Dios. Usted ha ridiculizado ese testimonio diciendo que si lo supiera de verdad, podría decirle exactamente cómo lo sé. Amigo mío, hablando en términos espirituales, he probado la sal; y no me veo más capaz de expresar con palabras cómo he recibido este conocimiento que usted de explicarme qué sabor tiene la sal. Pero se lo digo una vez más: ¡Hay un Dios, y vive! Y sólo porque usted no lo sepa, no pretenda convencerme de que yo no lo sé, porque sí lo sé”.
Cuando nos separamos, lo oí refunfuñar: “No tengo que utilizar su religión como muleta. No la necesito”.
A partir de aquella experiencia, nunca me he avergonzado por no saber explicar con palabras todo lo que sé espiritualmente. El apóstol Pablo lo expresó así:
“…hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.
“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:13–14).
La voz apacible y delicada
En las Escrituras se dice que la voz del Espíritu no es una voz “áspera” ni “fuerte” (3 Nefi 11:3). Tampoco es “una voz de trueno, ni una voz de un gran ruido tumultuoso”, sino más bien “una voz apacible de perfecta suavidad, cual si hubiese sido un susurro”, y pe- netra “hasta el alma misma” (Helamán 5:30) y hace “arder [los] corazones” (3 Nefi 11:3). Recuerden, Elías el profeta se dio cuenta de que la voz del Señor no se encontraba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino que era un “un silbo apacible y delicado” (1 Reyes 19:12).
El Espíritu no nos reclama la atención gritando o agitándonos con una mano férrea; más bien, nos susurra; nos toca con tanta suavidad que si tenemos la mente preocupada por otras cosas quizá no lo percibamos en absoluto.
Algunas veces, insiste con la firmeza suficiente para que lo escuchemos. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, si no prestamos oído a ese sutil sentimiento, el Espíritu se retira y espera hasta que nos volvamos a Él, procuremos escucharlo y digamos en nuestras propias palabras, como Samuel en la antigüedad: “…Habla, [Señor,] porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10).
Las cosas espirituales no se pueden forzar
Hay algo más que conviene aprender. Un testimonio no se obtiene instantáneamente, sino que va creciendo. Crecemos en el testimonio del mismo modo que crecemos físicamente; casi ni nos damos cuenta de ello, porque crecemos poco a poco.
Las cosas espirituales no se pueden forzar. Palabras como obligar, coaccionar, constreñir, presionar y exigir son ajenas a los privilegios que tenemos con el Espíritu. No se puede forzar un garbanzo a crecer, ni abrir el cascarón de un huevo antes de tiempo; del mismo modo, no se puede forzar al Espíritu a responder. Se puede crear un ambiente que favorezca el crecimiento, el sustento y la protección, pero no se puede forzar ni obligar; hay que esperar hasta que se produzca el crecimiento.
No se impacienten por obtener un gran conocimiento espiritual. Déjenlo crecer, ayúdenlo a crecer; pero no lo fuercen, pues se arriesgan a descarriarse.
Válganse de todos sus recursos
Se espera que nos valgamos de la luz y del conocimiento que ya poseamos para resolver los problemas de la vida. No hace falta una revelación para saber que debemos cumplir con nuestro deber, ya que las Escrituras nos lo dicen; tampoco debemos esperar que la revelación sustituya la inteligencia espiritual o temporal que ya hayamos recibido, sino que la amplíe. Debemos enfrentarnos a la vida de una manera normal, cotidiana, siguiendo las rutinas, reglas y normas que gobiernan la vida.
Las reglas, normas y mandamientos constituyen una valiosa protección. Si necesitamos una instrucción revelada para alterar nuestro camino, nos estará esperando cuando lleguemos a ese momento de necesidad. El consejo de estar “anhelosamente consagrados” es ciertamente un sabio consejo (véase D. y C. 58:27).
Tal vez su testimonio sea más firme de lo que piensan
No se sientan inseguros ni se avergüencen por no saberlo todo. Nefi dijo: “…Sé que ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas” (1 Nefi 11:17).
Tal vez su testimonio sea más fuerte de lo que creen. El Señor dijo a los nefitas:
“…Y al que venga a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo bautizaré con fuego y con el Espíritu Santo, así como los lamanitas fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo al tiempo de su conversión, por motivo de su fe en mí, y no lo supieron” (3 Nefi 9:20; cursiva agregada).
Hace varios años estuve con uno de mis hijos que servía en el campo misional en una lejana región del mundo. Llevaba un año allí y lo primero que me preguntó fue: “Papá, ¿qué puedo hacer para crecer espiritualmente? Me he esforzado al máximo por lograrlo, pero no he progresado nada”.
Eso es lo que él pensaba, pero yo tenía una percepción muy diferente. Apenas podía creer la madurez y el crecimiento espiritual que había logrado en sólo un año. Él “no lo sabía”, porque se produjo mediante un proceso de crecimiento y no a través de una gran experiencia espiritual.
Hallen su testimonio al compartirlo
No es fuera de lo común oír a un misionero decir: “¿Cómo puedo compartir mi testimonio antes de obtenerlo? ¿Cómo puedo testificar que Dios vive, que Jesús es el Cristo y que el Evangelio es verdadero? Si yo no tengo ese testimonio, no sería honrado hacerlo, ¿verdad?”.
Ojalá pudiera enseñarles este solo principio: un testimonio se encuentra cuando se expresa. En alguna parte, en su búsqueda del conocimiento espiritual, existe ese “salto de fe”, como lo llaman los filósofos. Es el momento en que uno llega al borde de la luz y tropieza con la obscuridad, sólo para descubrir que el camino continúa iluminado a uno o dos pasos más adelante. Verdaderamente, “el espíritu del hombre” es, como dicen las Escrituras, la “lámpara de Jehová” (véase Proverbios 20:27).
Una cosa es recibir un testimonio por medio de lo que ustedes hayan leído o de lo que otra persona haya dicho, lo cual es un primer paso necesario, pero otra cosa muy distinta es sentir que el Espíritu les confirma en el corazón que lo que hayan testificado es cierto. ¿No se dan cuenta de que lo recibirán a medida que lo compartan? Al dar lo que tienen, se les restituirá, ¡y con creces!
La prueba de la fe consiste en abrir la boca
Compartan su testimonio de las cosas que esperan que sean verdad, como acto de fe. Se trata de algo parecido a un experimento, como el que el profeta Alma propuso a sus seguidores. Todo comienza con la fe, no con un conocimiento perfecto de las cosas. Ese sermón del capítulo 32 de Alma es uno de los mensajes más trascendentales que se encuentran en los escritos sagrados, ya que se dirige al principiante, al humilde investigador, y contiene la clave para lograr un testimonio de la verdad.
El Espíritu y el testimonio de Cristo les llegarán principalmente, y permanecerán con ustedes, sólo si los comparten. Ese proceso constituye la esencia misma del Evangelio.
¿No es esto una perfecta demostración de lo que es la cristiandad? No podrán obtenerlo, ni conservarlo, ni aumentarlo a menos que estén dispuestos a compartirlo. Al entregarlo libremente, llegará a ser suyo.
Hagan la obra del Señor
En esta obra reside un gran poder, un poder espiritual. Cualquier miembro de la Iglesia, como ustedes mismos, que haya recibido el don del Espíritu Santo mediante la confirmación, es capaz de participar en la obra del Señor.
Hace varios años, un amigo mío contó la siguiente experiencia: Tenía 17 años y él y su compañero se detuvieron en una casita de los estados del Sur. Era su primer día en el campo misional y su primera puerta. Una mujer de cabello gris se hallaba tras la puerta mosquitera y les preguntó qué deseaban. Su compañero le dio un ligero codazo para que hablara. Atemorizado y con la lengua trabada, terminó por mascullar: “Dios fue una vez como el hombre, y el hombre puede llegar a ser como Dios”.
Por extraño que pareciera, la mujer se mostró interesada y le preguntó de dónde procedía aquella cita. Él le respondió: “Está en la Biblia”. Así que ella se alejó de la puerta por un momento y regresó con su Biblia. Explicándole que era ministra de una congregación, se la ofreció y le dijo: “Tome, muéstremela”.
Así que tomó la Biblia y, nervioso, se puso a hojearla sin parar. Al final se la devolvió diciendo: “Tome, no la encuentro; ni siquiera estoy seguro de que esté ahí, e incluso si lo estuviera, no podría encontrarla. Sólo soy un humilde joven granjero de Cache Valley, Utah. No he tenido mucha capacitación, pero vengo de una familia en la que vivimos el Evangelio de Jesucristo, y eso le ha aportado tanto a nuestra familia que he aceptado el llamamiento de ir a servir en una misión durante dos años, corriendo con mis propios gastos, para decirle a la gente lo que siento por este Evangelio”.
A pesar de que había pasado medio siglo, no logró retener las lágrimas cuando me contó que entonces ella abrió la puerta y dijo: “Adelante, jovencito. Me gustaría escuchar lo que tiene que decir”.
Aprender mediante el Espíritu
Se podrían decir tantas cosas más. Podría hablar de la oración, del ayuno, del sacerdocio y de la autoridad, de la dignidad, todo lo cual es esencial para recibir revelación. Cuando se comprenden estos principios, todo encaja perfectamente. Pero algunas cosas deben aprenderse personalmente y en soledad, mediante la enseñanza del Espíritu.
Sé por experiencias demasiado sagradas para mencionarlas que Dios vive, que Jesús es el Cristo, que el don del Espíritu Santo que se nos confiere en la confirmación es un don divino. ¡El Libro de Mormón es verdadero! ¡Ésta es la Iglesia del Señor! ¡Jesús es el Cristo! ¡Nos preside un profeta de Dios! ¡El día de los milagros no ha cesado, ni los ángeles han dejado de aparecerse y de ministrar a los hombres! Los dones espirituales están presentes en la Iglesia. El más selecto de todos ellos no es otro que el don del Espíritu Santo.
De un discurso ofrecido en un seminario para nuevos presidentes de misión el 25 de junio de 1982.