El traje
La Navidad estaba por llegar y sabía que tenía cosas que podían servirles a otras personas. Revisé la casa cuarto por cuarto para localizar lo que podríamos donar a las Industrias Deseret. Cuando llegó el momento de revisar nuestro dormitorio, mi esposo y yo nos dirigimos al armario y miramos nuestra ropa.
“No tengo nada esta vez”, le dije. “¿Y tú?”
David colocó unas camisas en un montón y encontró unos zapatos que ya no se ponía.
“¿Qué te parece este traje?”, preguntó. Yo le había ayudado a elegirlo años atrás para una entrevista de trabajo. Todavía estaba como nuevo.
“¿Qué te parece, cariño? Ya no me queda bien”.
“Pero todavía está como nuevo”, le dije.
“De verdad creo que debo donarlo”, dijo David, y lo sacó del armario.
Por mucho que me gustara cómo le sentaba ese traje, tenía otro; y cuando se probó éste, me di cuenta de que ahora apenas le sentaba bien. Lo coloqué con cuidado en el montón de ropa para donar, pero algo me preocupaba, porque sabía que ése no era el sitio que le correspondía al traje.
David fue al lugar donde estaban sus corbatas y empezó a desecharlas sin ningún reparo; sacó unas cuantas y las colocó con el traje, pero yo tampoco me sentía a gusto con eso.
El traje que estaba en el montón me quitó el sueño. Me pregunté qué me pasaba y por qué me preocupaba tanto por un traje que ya no le sentaba bien a mi marido y por un montón de corbatas viejas.
A la mañana siguiente, miré el montón de ropa. Otra vez sentí intensamente que el traje no debía estar allí. Lo saqué del montón y lo coloqué en la cama junto con varias corbatas. Después de poner todo lo demás en bolsas, miré otra vez el traje. “¿Para quién es?” No lo sabía.
Me arrodillé junto a la cama y oré. Fui a mi escritorio y me puse a pensar. Mi esposo y yo éramos los líderes de los jóvenes adultos del barrio, así que sabíamos quién era el próximo que iba a servir en una misión. Le quedaba bastante tiempo antes de marcharse y tenía un trabajo fijo, por lo que no tendría problema para conseguir un nuevo traje. Llamé al obispo pero conseguí el contestador automático.
Entonces oí llamar a la puerta. Al abrirla, me quedé estupefacta.
“Hola, hermana Ries”, dijeron sonriendo los misioneros que servían en nuestro barrio.
En ese momento lo supe de un golpe. “No lo puedo creer”, es todo lo que pude decir. “Espérenme aquí, por favor. Ahora vuelvo”.
Muy emocionada, subí las escaleras corriendo mientras los élderes se reían por mi extraña bienvenida. Cuando bajé el traje, me llené de un gozo inmenso.
“Es una saco talla 40”, dije, “y los pantalones son talla 33–32”. Me quedé mirando a uno de los élderes, con la esperanza de que le quedara bien.
La cara del misionero se iluminó. “Uso la talla 40, y 33–30 de pantalones”. Entonces se le enterneció la expresión. “Mis padres y yo hemos estado orando para que pudiera encontrar un traje con el cual terminara mi misión. Todavía me queda algún tiempo y éste lo tengo muy gastado”.
El fiel élder aceptó con gratitud el regalo de nuestro Padre Celestial de aquel traje y aquellas corbatas. Cuando cerré la puerta, volví a mi dormitorio para arrodillarme y agradecer a mi Padre Celestial el amor que tiene por Sus hijos. Él siempre escucha las oraciones.